Afirma la ley matemática que si se altera un solo elemento de un conjunto el resultante varía, es decir, ya nunca volverá a ser el mismo, es lógicamente, otro.

El conjunto en el que nosotros compartimos nuestros quehaceres, ese espacio común y de todos llamado calle, parece no importar en demasía precisamente a los que más debiera, a los elementos que por allí transitan cada día. Convendrán conmigo que en una sociedad repleta de jactancia y que se vanagloria de moderna y tolerante, resulta muy preocupante la todavía falta de respeto y consideración existentes cuando uno de sus elementos aparece y de buenas a primeras, quiebra sin más la armonía del resto.

¿Acaso conocen a alguien que reconozca que sí, que sin pudor tira restos de basura o colillas al suelo, escupe gargajos, o que nunca recoge los excrementos de su perro? Ni el primero.

Pero si uno camina por la calles de su ciudad es lo que muy probablemente se encontrará esparcido por cada rincón, como si diera igual que los demás lo tengan que ver o que dar saltos para no pisarlo. ¿Quién sabe? Quizás aquellos que lo niegan a ultranza lleven razón y al final no los tire nadie, que un ser anónimo y silencioso cual rey mago, los deposite allí mientras todos dormimos y nos lo encontremos así por las mañanas en forma de regalo.

Confío en que nadie cometerá tales torpezas insalubres en sus respectivas casas, y que algún utópico día acabaremos por entender que cuando salimos como elementos a esa extensión llamada calle, el conjunto que formamos ha de ser como poco, igual de limpio que nuestro propio espacio privado.

Recuerden que el civismo es un bien común para todos.

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