Antes a los selfies les llamábamos autofotos, simplemente. Si recuerdan, la actual moda de este tipo de fotografía es más patente desde que la gente del papel couché empezó a hacerse fotos en grupo, con uno de ellos como fotógrafo improvisado, incluyéndose él mismo en la propia foto. Una verdadera fiebre narcisista que, reconozcámoslo, nos ha tentado a todos, alguna vez. Hasta aquí, todo normal.

El problema surge cuando una persona descerebrada arriesga su vida (y la de otros) al obsesionarse con querer obtener "la foto del año". Pienso en un caso concreto: la muerte de un hombre intentando hacerse un selfie con una morsa y la del cuidador del zoo, al que pertenecía dicho animal, que intentaba salvarlo. No es este el único caso, por desgracia hay muchos más. Muy conocidos son los que cuelgan en internet sus selfies mortales -así los llaman- subiendo a lo más alto de un rascacielos o de un puente famoso, carentes de la sensación de vértigo y de forma totalmente temeraria, con el único interés de hacer una proeza.

Yo propongo una solución menos peligrosa: usar el truco fotográfico de la película Amélie, que consistía en colocar a un enano de jardín con fondo de distintas imágenes de lugares del mundo para simular que la figurita de piedra había viajado mucho. Estarán de acuerdo conmigo en que esa práctica no conlleva riesgo alguno, salvo el de poder ser considerado un fraude, claro está.

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