La magnitud del caso Lezo, las detenciones e imputaciones de algunos destacados dirigentes del PP en pasadas legislaturas, son una señal de alarma difícil de esquivar. La corrupción es un flagelo maligno en cualquier caso, sentencia Naciones Unidas, pero cuando se padece en contexto de crisis es mayor la conciencia ciudadana de los males derivados de un desvío ilegal de fondos que provoca desigualdad y genera injusticia.

Está muy bien que la ciudadanía sea firme y demande transparencia y rendición de cuentas. Y está muy bien que las fuerzas políticas se comprometan sin fisuras contra la corrupción, la propia y la ajena. Los gobiernos actúan bajo el mandato de la responsabilidad política y el imperio de la ley. Son los tribunales de Justicia los que pueden dictar sentencias condenatorias cuando hay pruebas de cargo.

Lo que es letal para la convivencia democrática es que de la denuncia se pase a institucionalizar la sospecha.

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