Aquellos que tuvimos la suerte de vivir siendo niños los ahora tan de moda años ochenta, recordaremos del siempre añorado y nostálgico EGB ese primer día de clase, cuando el profesor nos pedía a los alumnos, que escribiésemos en un papel cual era el nombre y la profesión de nuestros padres. Menuda desgracia para las mujeres, pues casi toda la clase indicaba el manido sus labores, al referirse a que se dedicaban sus mamás.

Quizás se hacía para conocer el tiempo libre del que dispondrían los que habían de ayudar a sus hijos con los deberes, o simplemente el nivel económico y cultural que albergaba cada muchacho en su respectiva casa. De lo que no cabe duda es que desde ese primer contacto al profesor se le respetaba, ya no solo por su pulcra tarima desde la cual su autoridad parecía infranqueable, sino porque se trataba de una persona de cuyos conocimientos aprenderíamos mil y una curiosidades, a mayores de mostrarnos cuáles eran las buenas maneras y la forma más correcta y educada de desenvolverse en sociedad.

Bien distinto y por desgracia, hoy en los colegios se habla del sistemático acoso tanto físico como psicológico llamado bullying, ese al que es sometido un alumno por parte de los benditos colegas de pupitre que le han tocado en gracia, incluso grabándolo y publicándolo en las redes sociales. Todos los adultos ponemos el grito en el cielo, sumado a la lástima que no podemos dejar de sentir por el pobre chaval que sufre tal vejación, además del profundo pesar por la ignorancia de aquellos iluminados, que todavía piensan que tan solo se trata de inocentes y corregibles chiquilladas.

Pero centrándonos en el prisma de un niño, ¿serían capaces sus ojos de ver a la figura del profesor como un ser cruel y malvado? ¿Capaz de llegar a humillarle, avergonzándolo hasta hacerle llorar delante de todos sus compañeros? Aunque cueste imaginarlo, parece tener cabida en este idílico mundo que nos rodea.

En esa etapa de la vida llamada infancia, cuando toda protección hacia el menor puede llegar a resultar escasa, donde el mínimo descuido en su período de formación se convierte en la semilla de futuras actitudes traumáticas, amparadas precisamente en esos nefastos recuerdos, justo ahí y en plena vorágine independentista, a un profesor catalán no se le ocurre mejor pregunta para formular a sus alumnos que quiénes son hijos de guardias civiles, para a continuación ponerles en pie, sometiendo a los atribulados chavales a un tercer grado y escarnio público.

Quizás alguien dedicado a la enseñanza debiera reflexionar y recordar qué camino le ha llevado a elegir esa profesión, así como si sus propias ideas políticas, pueden prevalecer a su noble intención de ejercer docencia.

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