Las fechas navideñas en las que estamos una vez más, absortos, son como los leños que crean lumbre para convertirse poco después en brasas y luego en cenizas. Los niños ya no son los únicos protagonistas en el escenario navideño desde que los adultos se subieron al carro del gasto y el consumo.

Estas fechas en las que la unión familiar, la paz y la solidaridad deben ser el motivo de la celebración, se transforman en un afán de materialismo encubierto, flagelado por un agonizante escenario económico. Desde que nuestra sociedad contrajo enfermedades como la avaricia, afán de poder, materialismo, e hipocresía, la Navidad se ha convertido en una fiesta carente de transparencia basada únicamente en una apología del consumismo.

Estas plagas no se mitigan con sonrisas fingidas aliñadas con una copa de champán en la mano ni con los sermones baratos de nuestros líderes políticos. Deberíamos avergonzarnos como seres humanos por elegir a gobernantes que son incapaces de detener las masacres de las que todos somos testigos. Porque también en Navidad, podemos ver imágenes en tiempo real de un padre sosteniendo el cuerpo de su pequeño hijo huyendo del holocausto.

Mientras somos víctimas del embrujamiento consumista, igual que ludópatas en un casino, cientos de niños están siendo asesinados y no hacemos nada por evitarlo. Estas y muchas más atrocidades están sucediendo en mundo a cada paso más inhumano y sanguinario, plagado de guerras en las que no sabemos quiénes son los hombres buenos y los hombres malos.

La hipocresía es una plaga devastadora y principal amenaza contra la paz. No pretendo chafar la fiesta a nadie, pero al menos que el comienzo del próximo año nos sirva para reflexionar cómo podemos trabajar por un mundo en que la paz de la humanidad deje de ser algo intranscendente.

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