El objetivo de la cumbre sobre el cambio climático es renovar el compromiso para su progresiva puesta en práctica, consolidando una estrategia concordada internacionalmente para contrarrestar los fenómenos derivados del cambio climático. Lo recordó brevemente el papa Francisco al final de la clásica ceremonia del Ángelus en la plaza de San Pedro: "Sinceramente espero que esta cumbre, así como otras iniciativas en la misma dirección, promuevan una clara conciencia de la necesidad de tomar decisiones efectivas para combatir el cambio climático y, al mismo tiempo, luchar contra la pobreza y promover el desarrollo humano integral".

En ese contexto, se ha recordado estos días, como ante la cumbre de Bonn del pasado noviembre, el llamamiento publicado el 13 de ese mes por la revista BioScience, firmado por más de 15.000 científicos de diversas disciplinas y 184 países. Piden a los responsables de la vida pública de las naciones que actúen contra la destrucción del medio ambiente. El tono es un tanto apocalíptico: si no hay cambios -a pesar de las continuas advertencias del peligro-, la humanidad no podrá gozar de los beneficios de la naturaleza, se deteriorarán las condiciones de vida en el planeta y, al cabo, los pueblos sufrirán una miseria galopante. La llamada es dramática; si no se actúa ahora será ya demasiado tarde.

Esos científicos sugieren diversas medidas, varias relacionadas con el control de la natalidad: "Reducir aún más las tasas de fecundidad, gracias al acceso a la educación y a servicios de planificación familiar, particularmente en las regiones en que faltan"; o "determinar a largo plazo una dimensión de la población humana sostenible y defendible científicamente, asegurando el apoyo de los países y responsables mundiales para alcanzar ese objetivo". Pero la conexión entre cambio climático y crecimiento de la pobreza me ha recordado argumentos empleados en la segunda mitad del siglo XX contra la superpoblación y a favor del crecimiento cero, que no se sostienen por los datos estadísticos.

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