Hace unos días, un pastor era detenido por la Guardia Civil en relación al asesinato de una mujer de 32 años en un pueblo de la provincia de Zamora, y una vez la noticia se hizo pública (con referencia a antecedentes penales por una agresión sexual que, según parece, nunca tuvo lugar), ya podían leerse mensajes que expresaban el deseo de ponerle las manos encima, así como de subirlo al patíbulo. Algo que también sucedía recientemente con el ex novio de la madre de Gabriel, el niño muerto a manos de la pareja del padre. Qué contradictorio (además de peligroso) resulta leer o escuchar un titular sobre la detención de una persona sospechosa de haber cometido un delito y, sin un gramo de razonamiento ni dudas en la cabeza pero con una pesada carga de repugnancia, odio y venganza en las manos, dirigirse apresuradamente hacia el armario donde se guarda la indumentaria de justiciero para acabar vomitando comentarios en las redes sociales, foros y periódicos digitales en los que se demanda sufrimiento y el mayor de los castigos para el detenido antes de ser juzgado con las garantías establecidas en nuestro Estado de Derecho, esas que sí serían demandadas para uno mismo.

¿Qué clase de justicia sería la impartida por unos tribunales populares que manejan el código penal del arrebato y el linchamiento?

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