A cada alfombra que se levanta, corrupción. A cada altillo que se reforma, nepotismo y dinero negro. Huele a chanchullo, semana tras semana, uno tras otro. Corruptos a cada lado del tablero, a manos llenas, sin sonrojo ni reparo a la conciencia. Corriendo el riesgo entre los mortales de habituarnos al escándalo, de darlo implícito a su condición. Una vez llegados hasta aquí, ¿cómo decir no a tan goloso pastel? Queda el triste consuelo de pensar que todo no se lo llevarán.

Nos hicieron creer que nosotros éramos la llave, y nuestros votos, la razón. Que podríamos cambiar las cosas más allá del establishment y su implacable poder. Que el pueblo elevaría al candidato para representar sus intereses, a cambio de su sacrificio individual en pos del beneficio colectivo. ¿Resultado? Falacia.

Cada día cuesta más pensar en cúpulas políticas transparentes, advenidas para aportar más allá de las palmaditas y parabienes al populacho, en los atiborrados mítines. De la inestimable presencia en primera línea de la manifestación de turno, reivindicando sin convicción aquello que marque la agenda. Nada nuevo por otra parte, en la tierra de la picaresca.

Se aproxima la cortina de humo, su balón de oxígeno; apenas tres semanas para otro inoperante mundial de fútbol.

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