Hace cuarenta años voté por primera vez. Las primeras elecciones democráticas habían tenido lugar ya el año anterior, en junio de 1977, pero no pude participar en ellas por mi edad. Así que me estrené con el referéndum de la Constitución. Mi voto fue afirmativo, como el de la gran mayoría de los consultados. Después de cuatro décadas de paz, libertad, democracia y prosperidad (a pesar de los recientes retrocesos debidos a la crisis), me siento orgulloso de aquel primer voto, que no fue en absoluto improvisado ni irreflexivo. Antes de votar, leí el texto de la futura Carta Magna redactada por los siete ponentes designados por los partidos políticos del arco parlamentario (desde AP hasta el PCE pasando por UCD, PSOE y la catalana CyU), con la excepción del PNV y la extrema derecha; y tuve ocasión de debatirlo con compañeros y amigos de la Universidad, algunos de los cuales le eran desfavorables por diversos motivos de fondo y forma. Yo tampoco estaba de acuerdo con todos los aspectos del texto; sin embargo lo consideraba en su conjunto una base válida para el progreso del país y para el desarrollo de la convivencia y el diálogo, superando tanto los enfrentamientos arrastrados desde la Guerra Civil como las imposiciones autoritarias de la dictadura. Creo que después de todos estos años, el balance de la Constitución de 1978 arroja un saldo positivo; sin que por ello haya que entenderla como una norma sagrada que no se pueda reformar para adaptarla mejor a cada momento histórico. Pero deseo y espero que, aunque su letra varíe, lo esencial de su espíritu alentador de la reconciliación y de los derechos humanos, se quede para siempre entre nosotros.