Demandada por nuestra sociedad, tras cuatro décadas sumida en el ostracismo. Necesaria a todas luces, implícita al desarrollo humano. Pero condenada a su restricción, al cruzar en peligrosa osadía, de la libertad al libertinaje.

Quizás nos veamos superados por la era digital que nos ha tocado vivir. La mutación de nuestra mano, convertida en un móvil. Que nos conecta a las redes sociales, donde amparados en el cobarde seudónimo, uno suelta cera a diestro y siniestro. Faltaría más.

¿Puede extrapolarse a la calle? Desde luego. Si no estoy de acuerdo con la maniobra de ese coche, ahí mismo bajo la ventanilla para gritarle cuatro cosas. Es mi libertad de expresión. ¿Y en el domicilio particular? Más que en ningún lado. La música a todo trapo y la bolsa de basura en la puerta. Mi bendita libertad de expresión. ¿Garabatos con espray en las fachadas? Que nadie ponga límites a la expresión del artista.

Ahora en Navidades viene en camino desbarrar contra los sentimientos religiosos, reclamando respeto, a cambio de soltar lindezas por la boca.

De la opinión al insulto. No hay nada de qué sorprenderse.