Es muy mezquino que quienes más rechazan la renta mínima sean los que más tienen.

Resulta que aquellos que tienen una vida más cómoda son los más preocupados porque algunos defendamos el derecho a una vida digna como un derecho fundamental, que no hay que ganarse. Parece como sí para ellos no fuese suficiente tener una buena vida y que necesiten de la humillación de los que menos tienen.

Otros descontentos son los obispos y la iglesia católica que ven como el poder que nace de su control sobre la caridad y la limosna puede resquebrajarse con la implementación de políticas de justicia social.

También los patrones entienden que una renta mínima sería desfavorable para sus intereses, tal vez esta medida pueda hacer que las trabajadoras y trabajadores no estén dispuestos a trabajar jornadas maratonianas por salarios de miseria, ni a soportar humillaciones a cambio de pan.

La renta mínima podría hacer que la clase trabajadora recupere su dignidad y eso asusta a la oligarquía.

Nada de esto sorprende en un país donde Ana Rosa es presentadora y vendedora de bulos; Ayuso, presidenta de la Comunidad Madrid y guionista de memes; Belén Esteban, escritora y creadora de opinión; Inda, periodista y surtidor de todo tipo de excrementos a los que llama noticias; Casado y Abascal, líderes de una oposición de ultraderecha carroñera capaz de hacer política con los muertos de una pandemia, etc.

Todo esto nos indica que en el Estado español no se premia la excelencia precisamente y que para ser alguien hay que tener padrinos o dinero para comprar títulos académicos, pagar negros que nos escriban libros, o ser un simple mamporrero del poder sin escrúpulos.

Es difícil construir un sistema basado en la justicia social y en el bienestar general en este batiburrillo hipócrita llamado España.

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