-Acostumbra a viajar en solitario, ¿cómo ha sido hacerlo en pandilla y con inexpertos?

-Fue un viaje de mochileros en pandilla, un viaje parecido a los míos: cogiendo transportes locales, durmiendo en acampadas y hoteles de menos cuatro estrellas y a bordo de barcos de mala muerte.

-¿Por qué esa compañía?

-Mi hermano Jorge, mi hijo y unos amigos, entre ellos el editor coruñés Eduardo Riestra y el médico de Oviedo Manuel Herrero, llevaban años queriendo viajar conmigo por África, pero no pensaba escribir un libro con estos dos viajes, uno al lago Turkana, andando una buena parte del camino y acampando en territorios absolutamente salvajes e inseguros, y otro para cruzar el lago Tanganica en ese viejo transbordador de 1914, el típico africano en el que viajan mercancías y personas.

-¿Un ambiente duro?

-En el barco no había comida, las condiciones higiénicas eran muy malas, iba sobrecargado, una niña de cinco meses murió deshidratada... Fue un viaje duro, interesante y de una belleza increíble porque en África conviven ambas cosas, la belleza y la miseria.

-¿Los únicos turistas en el barco?

-Éramos los únicos viajeros europeos. Nos encontramos a bordo a un chico sevillano que trabajaba en una ONG.

-Y a un par de americanas.

-Sí, también. No me acordaba

-¿Alguno perdió la calma?

-No te creas. En África estás tan cansado que estas cosas... Yo, al menos, en este tipo de viajes dejo el erotismo muy de lado, estoy a otra cosa. Además, en África el erotismo es peligroso por el sida; allí hay que desexualizarse.

-¿Acamparon en la sabana?

-Íbamos andando por el parque Selous, en Tanzania, sin saber que estaba prohibido. El tío que habíamos contratado para que nos guiase era un bandido y nos metió allí de rondón. Acampamos ilegalmente, rodeados de cocodrilos e hipopótamos, y teníamos una ranger, Fabiana -a la que llamábamos Maribel-, una mujer joven y muy fornida que llevaba un fusil de la I Guerra Mundial, con cinco o seis balas. Esa era toda la protección que teníamos. Por fortuna no nos atacó una manada de búfalos o de elefantes, aunque tuvimos algún momento de peligro. Todo lo que hicimos en el Selous era ilegal pero hermosísimo.

-¿Le impresionó llegar al lugar donde está enterrado el corazón de Livingstone?

-Esa fue la última parte del viaje, en la que casi toda la tropa que me acompañaba ya se había ido. Encontrar ese lugar en Zambia es complicado, allí no van turistas y prácticamente no hay transportes. Es una aldeíta donde únicamente un monolito recuerda que está enterrado el corazón de Livingstone. Soy muy de mitos, me gusta ir a los lugares donde creció una leyenda.

-¿Cómo concilia su lado de bon vivant con el de mochilero?

-Muy bien. Me encanta comer y vivir bien pero también me gusta mucho ir a lugares a los que en principio un amante de la buena vida no iría. Voy por un sentido de aventura, pero no de aventura concebida para jugarme la vida o correr riesgos, sino de acercarme a lo que no conozco. Soy bon vivant pero también amante del mito. Mi religión es la literatura y me gusta ir a los lugares donde se concibió un libro o el escritor vivió o donde murió, como en el caso de Livingstone. Al principio, cuesta trabajo aclimatarse, tengo ya 67 años y no es fácil andar por ahí de mochilero y dormir en camastros sucios en sitios donde hay ratones y cucarachas, pero cuando llevas dos o tres semanas te acostumbras.

-No se arriesga pero casi lo matan en el Congo y se cogió una malaria en el Amazonas.

-La malaria es un accidente, te pica un mosquito y ya está, y casi me muero porque no me lo cogieron a tiempo, pero aquí estoy. Lo del Congo es porque me informé mal, creía que ya no había guerra y me cogió una banda armada. Si lo llego a saber, no voy; no soy el aventurero que va matando anacondas.

-¿Qué lleva siempre?

-Libretas y bolígrafos. No llevo ni teléfono ni ordenador, soy un escritor a la antigua. Pero aún no sé hacer bien el equipaje, siempre hay cosas que me sobran en la mochila.

-¿Viaja para contarlo?

-Sí, no me interesa viajar si no escribo; me aburro. Ya no me gusta ver tumbas ni monolitos, estoy empachado de ruinas y monumentos. Puedo pasar al lado del Taj Mahal y no acercarme si no tengo motivo para escribir. No voy, me da igual el Taj Mahal; viajo para escribir.