La polémica que armó Emilia Pardo Bazán cuando contó su iniciación literaria y las lecturas favoritas de su infancia. Con ocho o nueve años ya disfrutaba leyendo la Ilíada, el Quijote y la Biblia, confesaba, lo cual le valió una buena tanda de críticas de sus colegas de la época, que iban de la pura envidia al más flagrante machismo. Algunos de los más beligerantes fueron Marcelino Menéndez Pelayo, que la llamó pedante, y José María de Pereda. Fue elogiada, en cambio, por Juan Valera, o Leopoldo Alas, Clarín.

La controversia vino a cuenta de sus Apuntes autobiográficos. Con motivo de la publicación del primer volumen de Los pazos de Ulloa, en 1886, Cortezo, el editor, pidió a Pardo Bazán una autobiografía literaria, a modo de prólogo, a la manera que se hacía en otros países, sobre todo en Francia. Doña Emilia se aprestó a escribir esos apuntes, pero no siempre fueron bien digeridos.

En una carta a Valera, Menéndez Pelayo, tras admitir que no se ha adentrado en Los Pazos de Ulloa, afirma que sí leyó los Apuntes autobiográficos y que, a su juicio, "rayan en los últimos términos de la pedantería". "Dice, entre otras cosas que, cuando ella era niña, la Biblia y Homero eran sus libros predilectos y los que nunca se le caían de las manos. Parece increíble y es para mí muestra patente de la inferioridad intelectual de las mujeres -bien compensada con otras excelencias- el que teniendo doña Emilia tantas condiciones de estilo y de aptitud para estudiar y comprender las cosas, tenga al mismo tiempo un gusto tan rematado y una total falta de tacto y discernimiento", se despacha el ilustre polígrafo.

¡Ah, el descubrimiento de los libros! Fue -explica la escritora coruñesa- estando de veraneo en Sanxenxo, en una casa prestada mientras se hacían unas obras en la Torre de Miraflores, de la familia. "El dueño nos dejó los muebles también y entre estos se contaba la biblioteca (...). ¡Qué hallazgo!", recuerda Pardo Bazán en los Apuntes autobiográficos, que encabezan la edición príncipe de Los Pazos de Ulloa en 1886.

Hija única, doña Emilia encontrará en la literatura su refugio. "Era yo de esos niños que leen cuanto cae por banda, hasta los cucuruchos de especias y los papeles de rosquillas; de esos niños que se pasan el día quietecitos en un rincón cuando se les da un libro", escribe: "Obra que cayese en mis manos y me agradase, la leía cuatro o seis veces y de alguno, señaladamente del Quijote, se me quedaban en la fresca memoria capítulos enteros, que recitaba sin omitir punto ni tilde".

Allí descubrió también la Biblia: "Me engolfé en su lección y no perdoné ninguna de las partes", aunque su favorito, dice, era el Génesis, "cuya grandeza sentía confusamente".

Establecida en A Coruña, "en el vasto caserón severo y silencioso donde ningún niño de mi edad me convidaba a jugar y correr, descubrí un tesoro análogo al de Sanjenjo": Y "¡qué tardes me pasé entregada al placer de los descubrimientos inesperados!".

Tras franquear la puerta de hierro que cerraba la biblioteca paterna, Emilia, que ahora tiene "once o doce años", lee las Novelas Ejemplares cervantinas y rebusca entre los anaqueles más altos los libros terminantemente prohibidos. Sin embargo, ella, de educación católica, concluye: "Los libros verdes me dan grima o sueño. Exijo doble talento a sus autores".

Es el mismo tiempo en que pide a sus padres, sin éxito, dejar las clases de piano por otras de latín -"deseaba leer una Eneida, unas Geórgicas y unas Elegías de Ovidio"- y se empapa de la Ilíada: "Homero me llenaba más el espíritu" que la música y que otras lecturas, confiesa.

"Hoy -reflexiona al escribir los Apuntes autobiográficos- cometo la tontería de ponerme muy hueca recordando que los tres libros predilectos de mi niñez, y esto sin que nadie me acariciase de propósito su valor, fueron la Biblia, el Quijote y la Ilíada", resume de su etapa infantil.

"A la edad de 14 años se me había permitido leer de todo", revela, "solo estaban en entredicho las obras de Dumas, Sue, Jorge Sand, Víctor Hugo y demás corifeos del romanticismo francés", lecturas más funestas "para una señorita".

Un día, en casa de una de sus pocas amigas de su edad, dio "un chillido de alegría" al ver el lomo de Nuestra Señora de París, de Hugo: "Lo cogí al hurto, escondiéndolo entre el abrigo y trayéndolo a casa". "¡Qué bien me supo todo aquello!", "¡Esto sí que es novela!". "Aquí todo es extraordinario, desmesurado y fatídico". Estaba en plena adolescencia y "tres acontecimientos importantes" iban a llegar a continuación: " me vestí de largo, me casé (con 16 años), y estalló la Revolución de Septiembre de 1868".