Los niños indeseados eran abandonados en la calle y a menudo acababan en las fauces de los perros que deambulaban por A Coruña. O eran tirados al mar del Orzán para que las olas se los llevasen. Los cuerpecitos aparecían después descuartizados o eran devueltos sin vida a la orilla.

La indiferencia, el abandono físico del bebé y el infanticidio eran habituales en la España del siglo XVIII, y estas prácticas durarían hasta entrado el XX. La mayor parte de la sociedad vivía en extrema pobreza y traer un hijo más al mundo podía desbaratar definitivamente la economía familiar. Si el hijo era ilegítimo, representaba una deshonra para la mujer soltera, y haberlo concebido fuera del matrimonio, suponía una seria amenaza para la supervivencia de la familia.

Con la Ilustración se impuso una nueva idea de la infancia, que empezó a verse como una potencial fuente de riqueza. El Estado, por tanto, debía de hacerse cargo del cuidado del niño, preocuparse por su educación y favorecer el aumento de la población para mejorar las condiciones económicas del país. El bebé abandonado en el torno de un hospicio -el expósito- fue considerado desde ese momento como potencial mano de obra para un oficio o para cubrir las bajas en el ejército.

En A Coruña, gracias a la iniciativa de una mujer, Teresa Herrera (1712-1791), se construyó un Hospital de Caridad para dar asilo a los niños no deseados, y legó todos sus bienes a esta causa. Hasta entonces -finales del siglo XVIII-, la única institución con hospicio era el Hospital Real de Santiago a donde iban expósitos de toda Galicia.

Uno puede imaginarse en qué estado podían llegar estos niños después de transitar penosos caminos, como señala Carlos González Guitián, que ha estudiado con detenimiento este asunto. Los que no llegaban muertos llegaban moribundos. Allí eran criados por nodrizas voluntarias, que recibían una escuálida paga, y, cuando escaseaban, las feligresías próximas a Compostela llamaban a las mujeres lactantes de la zona, que estaban obligadas a ir.

El Hospital de Caridad coruñés empezó a dar asistencia en 1897. Contaba con tres médicos, siete enfermeros y un capellán, y disponía de unas instalaciones anexas para acoger a los niños expósitos, además de un Departamento de Maternidad llamado cuarto de partos secretos. Un estricto reglamento protegía la intimidad de la mujer y favorecía el desarrollo del expósito en el Hospital de Caridad.

"El cuarto de partos secretos se llamará primer Departamento de Maternidad, como se designa en la Ley de Beneficencia, y tendrá dos estancias separadas, una para pobres, otra para las que puedan pagar los gastos que ocasionen", señalaba el texto, que regulaba con toda precisión el papel y las responsabilidades de cada cual en el centro.

El director, encargado de firmar la papeleta de entrada de la gestante, debía omitir el nombre y apellidos y poner en su lugar una clave numérica. Debía "cuidar que las acogidas salgan a su debido tiempo del Departamento", "de su buena asistencia" y "velar para que se guarde por todos el secreto más sagrado y permanezcan acogidas en la clausura que exige la situación".

El capellán debía guardar absoluta discreción, "yendo a buscarla si fuese preciso a su habitación", y hacer que su salida pasase inadvertida. Además, tenía que "llevar un libro de alta y baja donde se pongan sus apellidos en cifra, cuya clase se conservará en una cajita sellada, que pasará a su sucesor, única persona que debe verla".

Para ser guardiana eran precisos los siguientes requisitos: ser "de mediana edad, carecer de parientes allegados y ser de las mejores costumbres". Asistía a la parturienta y debía evitar el acceso de cualquiera que no estuviese autorizado a la maternidad. Tenía la llave y la llevaba consigo a su casa.

"Para ser admitidas en el Departamento de Maternidad -indicaba el reglamento- es indispensable que [la mujer] lo solicite, rica o pobre, los haga con obgeto (sic) de ocultar al público su fragilidad, salvando su honor en este estilo". Si su intención no era abandonar al bebé, lo entregaba al ama durante el tiempo que considerase.

Si una mujer llegaba de parto, debía ser atendida aunque no hubiera hecho la solicitud previa: "Se la colocará en estancia separada del Departamento pero será asistida por los mismos dependientes y se guardará el mismo sigilo".

En cuanto a los niños, eran recibidos en la casa los allí nacidos "si sus madres determinasen dejarlos a cargo del establecimiento, y todos los que sean espuestos (sic) o entregados á mano".

El Reglamento abordaba también el trato afectivo que debía darse al expósito en la institución, a quien lo llevase allí o al ama que se encargara de su lactancia: "Así que se esponga en el torno cualquier niño lo recogerá y lo acariciará, desnudándolo en seguida, en cuyo acto reparara si tiene alguna erupción ú otra señal en la cutis, para advertirlo al facultativo, después de lavabo se le pondrá ropa limpia y seca para colocarlos en la cama".

A quien lo dejase en el torno se le "recibirá con mucho amor y cariño", "sin hacerles la menor interrogación" y "guardando en todos los casos el mayor sigilo". Las amas que los llevasen a su casa a lactar "tendrán por obligación principal cuidarlos como si fueran sus hijos, tratándolos con cariño", y nunca los dejarán solos. Si a los dos años de lactancia el expósito no era reclamado, la nodriza podía cuidarlo hasta los seis, "acreditando antes que tienen medios para subsistir y que se quedan con el espósito más por amor que por granjería".