Los teletipos fechados en Buenos Aires de los días en los que se le iba la vida a Ángel Zubieta hablaban de que padecía una "Esclerosis Lateral Miotrófica". Ya había llegado al gran público por sufrirla Stephen Hawkins y en Estados Unidos le había dado nombre a esta enfermedad el beisbolista Lou Gehrig. Pero en 1985 había aún tal desconocimiento en torno a la ELA que provocaba algún error al plasmar el nombre sobre el papel. "Se muere sin remedio", decían los periódicos españoles del exdeportivista entre 1953 y 1957. Un futbolista elegante como pocos, el internacional más joven de la historia de España, símbolo del talento desperdiciado en el exilio tras la Guerra Civil, un ídolo en el barrio bonaerense de Boedo que aún luce murales con su efigie, un caballero del fútbol que se marchitó a los 66 años en el Hospital Español de la capital argentina, centro para el que trabajó como cobrador tras ser desplazado de los banquillos y no tener suerte en los negocios.

A él, fumador compulsivo, la ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) le acabó generando una insuficiencia respiratoria que se convirtió en fatal desenlace con un paro cardiaco. La sufría desde hacía meses y sus últimos días no fueron los mejores, con problemas de nutrición e incluso económicos. Se fue apagando, también psicológicamente. Los tratamientos paliativos no eran hace 35 años los de hoy y menos lejos de los centros de investigación y de países con una sanidad robusta. Ya en el tiempo de descuento, los hinchas de San Lorenzo, donde fue un ídolo junto a Lángara, se organizaron para reunir dinero y solucionar, en cierta medida, su situación. Ya era tarde. Zubieta siempre había sido un referente para la comunidad española en Buenos Aires. Primero, al arrastrar a toda la emigración al Viejo Gasómetro y luego, como técnico al unir su destino en varias etapas al de Club Deportivo Español. Muchos le recuerdan en sus últimos años viviendo en la bulliciosa avenida de Mayo en el piso superior a un tablao flamenco. Allí, entre españoles, nunca dejaba de ser el vasco Zubieta, una institución. Su mujer Sara y su hija Sarita fueron las más cercanas a él en vida. En aquel desenlace de 1985 estuvo Miguel Ángel Vidal, al que había tenido a sus órdenes sobre el césped.

Zubieta con Lángara | Cedida por el departamento de cultura e historia del CD Español

Treinta años antes había cerrado su carrera como jugador y se había iniciado en los banquillos en Riazor. Desarrolló su labor como técnico en España, en México y, sobre todo, en Argentina, pero nunca dejó de añorar a A Coruña. Había llegado a un equipo en descomposición en 1953. Fue uno de los rehabilitados por Helenio Herrera para salvarse en la promoción de Vigo, asistió al alumbramiento de Luis Suárez y estuvo presente en temporadas de vaivenes en las que acabó siendo jugador-entrenador. "Era alto, tenía mucha clase. Todo colocación y rápido de mente. Metía unos pases buenísimos", recuerda Dagoberto Moll de un futbolista que llegó con 34 años para jugar como volante y acabó impartiendo magisterio desde la zaga para no exponerse físicamente. "Podría haber jugado hasta los 50", sentencia Luis Martínez Moreno, Manín entonces un canterano que asomaba la cabeza. Moll solo estuvo año y medio con Zubieta antes de irse al Barça, pero congeniaron y hasta se encontraban, como otros jugadores de aquel plantel, en el Bar Otero (regentado por el exdeportivista e internacional en Amberes 1920), polo de ambiente futbolístico en la posguerra de la ciudad.

Su llegada al Dépor había formado parte de un flechazo inconsciente que se había producido en 1947. Ya como brújula de un San Lorenzo histórico, se plantó en A Coruña para disputar ante el Dépor uno de los partidos de aquella icónica gira que cambió el fútbol español. Su equipo, atado a la pelota y al toque, goleaba en cada campo que pisaba, incluso a las selecciones española y portuguesa. Pero, a orillas del Atlántico en la que acabaría siendo su ciudad, se topó con un Juan Acuña que salió aquel día a hombros del estadio. 0-0.

Esa gira fue fútbol y mucho más. Uno de los gritos silenciosos contra la represión fue ver a Zubieta en el NO-DO abrazando a su madre en Barajas al inicio de aquella gira después de llevar diez años sin verla. Quien le había dado la vida y su hermana lloraban a pie de pista y alimentaban su deseo de volver, algo que se concretó en 1953. Antes, en 1937 y tras batir récords de precocidad con la selección, decidió aceptar una oferta argentina y no volver a su tierra, a jugar en su club, el Athletic, con el que había sido campeón. Bilbao ya era del bando nacional y Zubieta se encontraba de tournée con la selección de Euskadi, que jugaba por Europa y América recaudando fondos y reivindicando la causa vasca y republicana.

Ángel Zubieta, en 1954, custodiado por Tomás y Rodolfo. | A. P. D.-CEDIDA POR OTERO

Esa primera etapa hasta 1952 en Argentina no fue la única. Regresó tras jugar en el Dépor y, aunque siempre estuvo llamado a ocupar el banquillo de San Lorenzo, fue en el CD Español donde hizo carrera llevándolo a la élite. Tuvo fama de buena gente, demasiada para los vestuarios profesionales. Tanta era su pegada en ambas instituciones que en su última etapa en el club del estadio Nueva España el lema de campaña de la candidatura ganadora (la del excesivo Francisco Ríos Seoane) contenía la coletilla "por la vuelta de Zubieta".

Sus últimos diez años en Buenos Aires no hicieron que se rompiese ese hilo indivisible que le unía a A Coruña. Siempre que el Dépor hacía una gira por Argentina era al primero que se veía por el hotel de concentración. En 1975 aprovechó para recordar viejos tiempos con el doctor Hervada y su excompañero Enrique Ponte, uno de los mejores centrales coruñeses de la historia, que formaban parte de la expedición blanquiazul. En 1981, cuando el Deportivo inauguró el estadio del CD Español, también estaba allí, aunque ya se encontraba alejado del fútbol profesional. Cuatro años después, se apagaba la luz de un exiliado del balón, de un futbolista que lidió en sus últimos días con una enfermedad que aún tiene muchas incógnitas por despejar.