Jugaba en campo propio y lo sabía. Por eso esperó para entrar en la Fundación Barrié a que faltasen tan sólo unos pocos minutos y que el auditorio estuviese lleno a reventar. Cuando traspasó el umbral del edificio del Cantón Grande, el encuentro con viejos amigos y admiradores de su legado político fue una sucesión de abrazos y apretones de manos.

Mientras el embajador de España en El Vaticano departía con sus conocidos en el vestíbulo, en la sala los rezagados buscaban en vano un hueco entre las butacas. Imposible. En ninguna de las dos plantas había posibilidad de sentarse, ya que la baja se había completado media hora antes del inicio de la conferencia, por lo que los más devotos del ex alcalde Francisco Vázquez se agolparon de pie en las entradas del auditorio o se acurrucaron en las escaleras del graderío superior.

La presencia de políticos no fue notable. Entre quienes se dejaron ver estuvieron dos de sus antiguos subordinados en la Corporación coruñesa, Pepe Nogueira y Florencio Cardador, así como quien fue uno de los hombres clave en la etapa dorada del vazquismo, Eduardo Blanco Pereira, que lleva años alejado de la vida política y cuya asistencia sorprendió a más de uno por el tema al que el ex alcalde dedicó su charla. En las primeras filas de butacas, además de la mujer y los hijos de Vázquez y sus nietos, se encontraba el presidente de la Confederación de Empresarios de Galicia, Antonio Fontenla.

Junto a ellos se hallaba el arzobispo compostelano, Julián Barrio, interesado como es lógico en escuchar las palabras del representante ante la Santa Sede sobre la patrona coruñesa, la Virgen del Rosario, así como el abad de la Colegiata, Rafael Taboada. Otro de los religiosos presentes en la sala fue el párroco de San Jorge, Antonio Roura, a quien algunos vinculan con el Opus Dei, organización con la que Vázquez mantiene buenas relaciones.

Entre las caras conocidas, el librero Fernando Arenas, el arquitecto Andrés Fernández Albalat y el empresario y dirigente vecinal Gerardo Crespo. Todos ellos, rodeados de un público en el que era sumamente difícil encontrar jóvenes -tanto el orador como el tema contribuían de un modo notable- y en el que la presencia femenina era abrumadora.

Y como la ocasión lo merecía, el público mayoritario se acicaló convenientemente para ver y escuchar al embajador, cuyos gestos al iniciarse el acto mostraban a las claras la satisfacción que le invadía por encontrarse ante un auditorio entregado.