Juegan a las cartas, comparten recuerdos, ven la tele e incluso se conectan a internet. Saben que serán los últimos años de sus vidas, aunque cuando ingresan en una residencia, esperan que ese periodo se alargue décadas. Algunos entran en pareja porque uno es ya mayor y el otro no puede cuidarlo, otros solos porque creen que es lo mejor para combatir la soledad que les define y algunas con sus hermanas, para no romper, al final, una vida compartida.

La residencia La Ciudad, de Novacaixagalicia, cuenta con 75 usuarios -la más antigua ingresó en 1987-, en las tres primeras plantas viven los que son todavía "válidos", los que salen con sus amigos, se apuntan a excursiones e, incluso, dan vida, cuando se puede, al escenario del auditorio. A la cuarta suben aquellos a los que el tiempo y las circunstancias ha conseguido ir doblegando.

Tienen peluquería, cuarto de costura con una máquina Singer antigua, podólogo y fisioterapeuta, algunos hacen una vida autónoma, otros ya no. "Esto es como un hotel tutelado", explica la trabajadora social de La Ciudad, Ángela Rouco, que, lo único que les pide a los internos es que avisen si se van a ausentar. "Un día me llamaron a mi casa a las tres de la mañana para decirme que faltaba un señor y, después, descubrimos que se había ido a ver al Deportivo, creo que a Valladolid", recuerda entre risas Rouco.

En un lugar en el que la despedida está presente cada día, los residentes agradecen cada pequeño detalle, cada caricia, cada visita e instante. "Los mayores se toman la pérdida mejor que los jóvenes, lo ven como algo natural. Saben que la vida es así, que todos nos tenemos que marchar, aunque el día que alguien se va, están más sensibles", explica Rouco, algunos de los residentes entraron con ella, hace casi veinte años en la casa, como a sus habitantes les gusta llamarla, otros ya estaban, y siguen con ella.

En veinte años ha pasado de todo, historias amargas, como la de dos hermanas, que se murieron con una semana de diferencia, después de haber compartido habitación durante casi toda su vida, pero los que han estado alguna vez en La Ciudad -en sus 35 años- se quedan con las sonrisas, la mayoría de dentaduras postizas, con los playbacks que hacían tiempo atrás los residentes, con los teatros y con los cumpleaños de los nonagenarios, que siempre vienen acompañados de un menú especial, postre y chupito.

La cocina de la residencia olía el viernes a la mezcla de queso mascarpone y bizcocho; las cocineras estaban haciendo un tiramisú para celebrar el santo de las Mercedes de la casa y es que cuando el reloj sigue avanzando, cualquier motivo es bueno para la fiesta.

Dice Rouco que los residentes en La Ciudad se van haciendo poco a poco a la idea de que su casa ya no será nunca más las cuatro paredes en las que han crecido, sino un centro en el que echarán a lavar la ropa por la mañana y la recogerán limpia y planchada, encima de sus camas, al mediodía y en el que la mesa estará siempre puesta y las medicinas controladas.

"Pasa bastante tiempo desde que vienen a informarse de cómo es la residencia hasta que ingresan y, anualmente, mantenemos conversaciones con ellos por si su situación ha cambiado, porque los usuarios tienen que ser completamente válidos cuando entran", cuenta Rouco.

Los abuelos de La Ciudad son dos nonagenarios; según su carné de identidad, ella nació en 1914, aunque todo apunta a que lo hizo antes; él, tiene 97 años y, en las paredes de la residencia, cuelgan algunos de los cuadros que pintó para sus compañeros cuando sus manos todavía eran las de un mayor con toda la vida por delante.