Nací en el Campo de Artillería, donde viví hasta los dieciocho años, edad a la que me mudé a la calle del Sol, donde residí hasta que me casé a los veinticinco y me trasladé a Os Castros. Cuando se inauguró el Barrio de las Flores marché a vivir allí durante diez años y finalmente me cambié a la calle Rey Abdullah, donde sigo ahora a mis 98 años.

Mi primer colegio fue La Grande Obra de Atocha, en el que estuve hasta los ocho años, y de ahí pasé a la academia ACO en Panaderas, donde estudié hasta los doce, edad a la que falleció mi padre, Antonio, y tuve que ponerme a trabajar para ayudar a mi madre, Jesusa, que era muy joven y que tenía además otros seis hijos: Herminia, Antonio, José, Dolores, Marcelino y Jesusa.

Mi padre fue conocido en el barrio por haber trabajado en el conocido almacén de Valcárcel, en la calle de la Barrera, y por ser primo carnal del alcalde Suárez Ferrín. En 1929 me puse a trabajar en un taller de costura en la calle Tabernas, donde aprendí a coser. Años después me establecí por mi cuenta y cosí para casas de la plaza de España, avenida de Hércules, María Pita, Ciudad Vieja y Ciudad Jardín, ya que me dediqué a esta labor durante muchos años y además de pagarme me daban de comer.

Cuando empecé a trabajar me pagaban dos reales a la semana y al terminar tenía que limpiar el taller. Recuerdo que me prometí que con mi primer sueldo me compraría un pastel porque me gustaban mucho, pero no pude cumplir aquel sueño hasta muchos años después, ya que preferí entregar siempre a mi madre el poco dinero que me daban, de lo que nunca me arrepentí.

Mis amigas de la infancia fueron Finuca, Manolita, Isabel, Finita, Piruca, Carmela y Marujita la de Barros, con quienes jugaba en el Campo de Artillería a todos los juegos de la época, tanto de niñas como de niños, ya que lo hice mucho a las bolas, que guardaba en los calcetines para no perderlas. Otra manera de divertirnos era escuchar al organillero cuando tocaba por la calle y bailar con su música, mientras que en carnaval cogía una cortina de casa y me la envolvía por el cuerpo como si fuera un vestido para salir a divertirme y luego con ayuda de mis hermanos y amigas la volvía a colocar sin que mi madre se enterase.

Los domingos solía bajar a pasear por la calle Real con mi hermana Dolores a gastar las suelas de los zapatos y a tratar de que nos vieran los chicos y los amigos, que nos conocían como las gemelas. Como siempre bajábamos arregladitas, teníamos muchos admiradores, sobre todo entre los chicos que se sentaban en las sillas que ponían a la entrada del Casino cuando hacía buen tiempo. Años después, el que fue alcalde, Alfonso Molina, andaba loco detrás de mi hermana, pero mi madre no quería que saliese con él y la cosa no fue a más.

El cine al que íbamos de niñas era el Hércules y otro que estaba en la calle del Tren y de cuyo nombre no me acuerdo. Cuando nos dejaron bajar en pandilla al centro fuimos al Kiosco Alfonso, Avenida, Coruña y Goya.

La Guerra Civil fue fatal para toda mi familia, ya que lo pasamos muy mal hasta que acabó. En ese tiempo una de mis hermanas tuvo un gran problema con un soldado alemán que la rondaba y como a ella no le gustaba, los falangistas quisieron cortarle el pelo al cero sin tener culpa de nada, aunque gracias a un conocido que medió por ella al final pudo librarse.

Los veranos bajaba a las playas del Parrote, Riazor y Matadero con mi familia y mis amigas cuando el trabajo me lo permitía, aunque muchos domingos también íbamos a Santa Cristina en la lancha o a Sada en el tranvía Siboney. Con el paso del tiempo me casé con José Portal, del barrio de Cuatro Caminos, que trabajaba en las oficinas de Torres y Sáez y con quien tuve cuatro hijos: José Manuel, María Emilia, Antonio y Miguel, quienes me dieron cuatro nietos: Esther, Carlos, Pedro y Mónica.

Al poco tiempo de casarme me ofrecieron un trabajo de montadora de cine, en el que pegaba y reparaba las películas de las empresas Cifesa y Mercurio. Años después me fui a Madrid a cuidar de los hijos de mi hermana Herminia, y como su marido era el dueño del cine Azul, mientras estuve allí confeccioné las cortinas de la sala. Mi cuñado me presentó además a diferentes artistas, a las que les confeccioné vestidos de fiesta que yo estrenaba antes de entregarlos, porque siempre fui una presumida y me gustaba lucir los trajes que tanto trabajo me costaba hacer.

En Madrid me hice representante de una gran casa de lencería de mujer y al regresar a mi ciudad empecé a ser conocida en este mundo, lo que me permitió continuar en esta actividad hasta mi jubilación. Ahora, a mis 98 años, sigo reuniéndome con mis viejas amigas para recordar mi infancia y juventud. Al cumplir 95 me hicieron un homenaje todos mis amigos y en la actualidad sigo moviéndome con total soltura y haciendo mis caminatas acompañada por algún familiar.