Doble significado para un concierto interesante. Por una parte, observar el camino de perfección emprendido por cuatro directores de orquesta que han recibido las enseñanzas de una gran batuta: la del titular de la Sinfónica, Dima Slobodeniouk. Y, por otra, comprobar una vez más cómo una institución coruñesa más que centenaria -fundada en 1886- continúa el camino de perfección que le ha llevado a conseguir que en A Coruña nadie pase hambre, en palabras de su presidente, Alberto Martí. El acto musical permitió contrastar las distintas personalidades de los cuatro directores y sus diferentes maneras de establecer el puente ideal entre orquesta y público. Lucía Marín abordó el primer tiempo de la Sinfonía 39 de Mozart con gesto sonriente y ademanes amplios y variados; destacaron los movimientos de brazos hacia arriba, describiendo arcos ideales, y la flexibilidad de las muñecas; a desaconsejar los desplazamientos laterales de la batuta hacia abajo, como si pinchase algo con ella. En conjunto, versión de correcto planteamiento dinámico y rica sonoridad. Diego Etxebarría utiliza su mano izquierda para describir acertados movimientos rotatorios, un poco reiterativos; tal vez haya un exceso de gesticulación para describir ciertos pasajes, en especial los más lentos. La Sinfonía de Sibelius es muy compleja tanto desde el punto de vista estructural como de la planificación de los planos sonoros; teniendo esto en cuenta, la versión resultó muy estimable. Hemos visto dirigir en varias ocasiones a José Trigueros, percusionista de la Orquesta Sinfónica de Galicia, y siempre hemos admirado su dominio sobre el pódium, la claridad de exposición, el sentido del ritmo y el logro de una fluida comunicación con orquesta y público; eligió una partitura de dificultad extrema -la Sinfonía en tres movimientos, de Stravinsky- debido a su complejidad instrumnental y rítmica; esta, en particular, la resuelve Trigueros con un riquísimo despliegue de variados movimientos corporales. El resultado ha sido espléndido en obra que además la orquesta interpretaba por primera vez. Y Francisco Maestre demostró una notable soltura, una convincente seguridad que se transmite inevitablemente a músicos y oyentes en una obra de tanta enjundia como es la Primera Sinfonía, de Brahms. Destacó su impecable planificación dinámica (por ejemplo, un largo crescendo en el desarrollo, o un doble regulador final) y, en conjunto, la comunicación del intenso sentido trágico de esta maravillosa partitura, emparentada con la célebre Quinta, de Beethoven.