María Nieto aún se acuerda de cómo olía La Milagrosa cuando fue allí por primera vez, olía a "comida", a "casa" y es que, aunque no fuese la que ellos habían construido ni sobre la que habían levantado los cimientos de su futuro, era la que tenían y la que, en aquel momento, les alejaba de las bombas, del miedo y les ofrecía una oportunidad para empezar de nuevo.

En noviembre de 1992, la Diputación de A Coruña participó en un programa de acogida a refugiados de la guerra de los Balcanes. Lo hizo por la relación que unía al entonces presidente de la entidad provincial, Salvador Fernández Moreda, y a la presidenta del Movimiento por la Paz, el Desarme y la Libertad (MPDL), Paquita Sauquillo, -premiada este año por la Abogacía por su defensa de los derechos humanos- y por el interés que habían manifestado algunos vecinos en colaborar para que los niños no pasasen el invierno entre bombas.

Pasados 23 años, la ciudad se enfrenta, de nuevo, al drama de la guerra; esta vez en Siria, y la entidad provincial ha vuelto a poner al servicio de los refugiados las instalaciones del colegio Calvo Sotelo, para dar cobijo a los refugiados que lleguen a la ciudad. El Concello ha habilitado también un formulario en su web para conocer cuántas familias estarías dispuestas a ayudar y se ha reunido con colectivos para tomar nota de en qué cuestiones pueden cooperar.

El grupo llegó a la ciudad el 30 de noviembre de 1992, después de que en los medios de comunicación trascendiera la situación cruenta que estaban viviendo los refugiados y la inminente llegada del invierno. Sagrario Liaño, entonces jefa de Servicios Sociales de la Diputación, asegura que el plan de acogida se hizo "en una semana" y que se fueron tomando decisiones sobre la marcha, según se iban necesitando y con la intención de agilizar el proceso de normalización, de integración en la sociedad. Ahora sabe que no siempre de manera adecuada.

Recuerda Liaño que, cuando llegaron a la ciudad de Skopje, en Macedonia, el ya fallecido periodista de la entidad provincial, Juanjo Gallo, y ella llevaban en la maleta unos lazos de colores para que las familias, dependiendo de la ciudad de España a la que hubiesen sido destinados, se los pusieran en el brazo y fuese más fácil su identificación por grupos.

"Se hizo como un silencio de tensión", rememora Liaño, un silencio que los voluntarios no entendieron hasta que alguien, en inglés, les explicó que preferían no ponerse ninguna identificación en el brazo, porque le recordaba a los nazis, una realidad que los cooperantes no habían vivido, pero que en los que habían sido ciudadanos de Yugoslavia estaba todavía muy presente.

Liaño defiende que la acogida de refugiados es una experiencia enriquecedora, tanto para los que abren sus puertas como para los que entran por ellas. Eso sí, advierte del peligro de que los voluntarios "idealicen" la situación y de que pongan tanta "ilusión" en el proceso, que no acepten que esta experiencia tendrá sus luces y sus sombras, como todo en la vida.

"La gente va a venir con su buen y mal humor, con su historia detrás y su mochila y hay que entenderlo", explica Sagrario Liaño, que consiguió que los niños refugiados perdiesen el miedo a subirse al avión.

Eran trece familias, la mayoría incompletas, que sumaban veinte niños de hasta catorce años y 16 adultos, diez mujeres -con sus hijos pero sin sus maridos- y tres matrimonios, uno de ellos sin hijos, según recoge María Isabel Grandal, también trabajadora entonces de la Diputación y autora del libro Voluntariado social y servicios sociales. Una experiencia de colaboración: Proyecto de ayuda a desplazados de la ex-Yugoslavia.

"Hay una cosa que, entonces, se hizo y se hizo bien porque, al principio, se planteó la acogida de niños pero se reflexionó y se tuvieron en cuenta otras guerras y resulta que, muchas de esas familias nunca se llegaban a reagrupar y se decidió que nada de acoger a niños solos, sino que tenían que ser niños con algún familiar para que no perdiesen nunca esa conexión y para que tuviesen la posibilidad de reintegrarse en su familia", explica Liaño, que considera que es un modelo a seguir, ahora que la historia se repite.

Por su experiencia, Liaño asegura que lo mejor es que la iniciativa parta de la Administración y que las asociaciones y familias que quieran ayudar, lo hagan en cosas a las que no llegan las entidades públicas, como dándoles "afecto", "cariño", "entendimiento" y "tiempo".

Recuerda Grandal en su libro, que la Asociación Galega de Axuda a Bosnia -la entidad que se fundó con varias familias interesadas en acoger a refugiados para responder a la llamada operación Sarajevo, centrada en sacar a los niños de la zona de conflicto en el invierno de 1992- recibió en menos de dos semanas, el ofrecimiento de 150 familias de la ciudad dispuestas a abrir las puertas de sus casas. Finalmente, los refugiados se instalaron en una parte infrautilizada de la residencia La Milagrosa.

Liaño cree que los refugiados sirios pueden tener más problemas que los refugiados de los Balcanes para integrarse en la ciudad, primero, por la situación económica, ya que el mercado de trabajo está peor que entonces, y no es posible la integración si los refugiados están "mano sobre mano" y, segundo, por la situación de las mujeres, que no son tan independientes como lo eran aquellas bosnias.

Cuenta Liaño que, en 1992, tanto la Diputación como las familias y asociaciones fueron "muy generosas" con los refugiados. Destaca que las monjas que atendían La Milagrosa, por ejemplo, se afanaron en que en el menú no hubiese ni pizca de carne de cerdo, ya que la mayoría de los refugiados era musulmana; recuerda a los odontólogos que se prestaron para "arreglar" las bocas de los recién llegados y a los miembros de un grupo de radioaficionados, que instalaron uno de sus equipos para que los refugiados pudiesen tener noticias de su país y saber si sus familiares estaban bien o si su pueblo había sido destruido. Según recoge Grandal en su libro, la utilización de esta estación radiofónica fue uno de los focos de discusión entre los residentes en La Milagrosa y es que no se ponían de acuerdo en la importancia de los mensajes o en el tiempo que cada uno tenía para usar el aparato.

Para la que entonces era jefa de Servicios Sociales de la Diputación es muy importante que, aunque los refugiados lleguen a la ciudad como colectivo, se individualicen y que recuperen su independencia, "que se sientan personas otra vez", recalca Liaño. Aunque sabe que ese paso no siempre es fácil de dar porque los refugiados tienen que hacer frente a gastos que durante el periodo de acogida están cubiertos".

En el caso de los refugiados bosnios, los funcionarios de la Diputación tuvieron que descifrar qué cualificación tenía cada una de las personas para tratar de encontrarle un encaje en el mercado laboral, porque habían llegado con lo mínimo, muchos de ellos sin los títulos que acreditaban su formación. Una de las refugiadas era dentista, aunque no podía demostrarlo con papeles, así que, durante un tiempo, trabajó como auxiliar en una clínica. Sargadelos, según recuerda Liaño, contrató a un matrimonio de ingenieros químicos y ceramistas, otros se dedicaron a la hostelería y un adulto al que le gustaba tocar la guitarra, si bien no consiguió ganarse la vida como músico, sí que tocaba por los locales de la ciudad, con un instrumento que le habían regalado sus vecinos. Liaño recuerda, además, a dos mujeres que acabaron trabajando de intérpretes para el Ejército y de Robin, que todavía vive en la ciudad y que, como carece de un brazo, vende el cupón de la ONCE.

Un mes después de haber llegado a la ciudad, dice Liaño, que los pequeños ya hablaban español y que eran ellos los que le hacían de intérpretes a sus padres y, según Grandal, las mujeres asistían a unas clases de español que los hombres abandonaron enseguida.

"Fue una experiencia muy bonita, aunque de mucho esfuerzo, aquí echó una mano todo el mundo con lo que podía. El Ejército, por ejemplo, nos ayudó a encontrar a las familias de los refugiados", explica Liaño. Y es que la reagrupación era uno de los objetivos del programa, que iba mucho más allá de evitar que los niños pasasen el invierno en un país en guerra, de hecho, la Diputación ayudaba a las familias que, tras haber estado refugiadas quisiesen volver a su país a intentar rehacer la vida.

Natalia Nieto tenía doce años cuando, desde el colegio de las Esclavas, les propusieron a sus alumnos dedicar el Carnaval solidario del centro a los que eran sus nuevos vecinos.

"Les llevamos ropa que teníamos en casa y también disfraces, por si querían participar. Eran familias enteras y los niños nos entendíamos como podíamos, en nuestro inglés de niños de doce años", explica Natalia Nieto. Recuerda que no hablaban del conflicto. "Ellos sabían que estaban aquí porque en su país había una guerra y no era seguro que siguiesen allí, pero no sabían por qué en esta ciudad", comenta. A pesar de que al llegar no compartían idioma, María Nieto dice que en muy poco tiempo empezaron a entenderse y a construir una amistad que fue evolucionando del día a día, de los juegos y las fiestas, a las cartas y las redes sociales.

Natalia Nieto recuerda que la comisión que organizaba las hogueras de San Juan la había propuesto como Meiga Mayor Infantil en 1993 y que, entre todos, pensaron que sería bueno que dos de las niñas refugiadas, que tenían más o menos su edad, fuesen sus Meigas de Honor. "Era su manera de poner su granito de arena en la integración. A Leila y a Maia [las niñas refugiadas] les encantó la experiencia, porque fuimos a muchos actos y era una manera de conocer la ciudad", explica Nieto, que todavía conserva las fotos de aquella época. Para que la participación de las pequeñas no implicase un gasto para sus padres, las familias de las otras meigas y la comisión colaboraban con la vestimenta y los viajes de Leila y Maia.

De toda esta experiencia de convivencia, a las hermanas Natalia y María Nieto se les quedó grabado un momento: el del hermano pequeño de Maia, de unos cuatro años, escondiéndose debajo de la mesa durante la cena de la noche de San Juan. Habían empezado a retumbar en el cielo los fuegos artificiales y, asustado, se protegía de lo que creía que eran bombas. "Lloraba desconsolado y no sabíamos por qué y se enfadaba porque no nos metíamos debajo de la mesa. Entonces, nos dijo que, cuando había bombas, había que esconderse. Para ellos, ese sonido no era de fiesta, era una señal de alarma. Le habían inculcado ese comportamiento", recuerda Natalia.