"Pon ahí que nos vengan a echar veneno para los ratones, que ya hay otra vez", dice Adelaida dos Santos. Nació en Asturias, pero lleva ya casi treinta años en el asentamiento chabolista de A Pasaxe, casi pegada al esqueleto de la antigua fábrica de La Toja. Al lado de su chabola vive su hija Vanesa, tiene 28 años y cuatro hijos muy pequeños. Ella nació en el poblado, se fue, pero este año regresó. Viven todos en una furgoneta, que es como decir que se meten en ella para dormir. El resto del día andan por el asentamiento, jugando con Toby, que es un perro pequeño y flaco, con el pelo muy largo y, habitualmente, mojado.

Dice Adelaida que no le importa esperar y seguir viviendo así unos meses más si, cuando se produzca el traslado, va a ser definitivo. "Queremos irnos. A nadie le gusta vivir así, pero no para dos meses o tres y, después, tener que volver, otra vez, a la misma porquería de siempre", explica esta abuela, que sueña con un futuro en una casa baja. "Nosotros nos dedicamos al hierro y a lo que podemos", dice Adelaida que, por tener, ya no tiene ni miedo de que la estructura de la antigua factoría ceda y se caiga sobre la chabola que les sirve de hogar.

Bea tiene nueve años y cumplirá diez en el mes de julio. Aún no sabe qué quiere ser de mayor, pero lo de ser fotógrafa le parece una buena idea. Dice que le gusta estudiar, aunque no va mucho al colegio, ni ella ni sus hermanos.

Este invierno, como tantos otros, Adelaida lo pasó en el poblado, "intentando" que le concedan la Renda de Inclusión Social de Galicia (Risga) para poder tener unos ingresos mensuales fijos.

"A nosotros no nos quiere nadie, vamos a pedir un trabajo y no nos lo dan porque vivimos aquí, porque somos gitanos", explica la matriarca de la familia y recuerda que una de sus vecinas que no ceja en el intento de salir del poblado, fue a ver el otro día un piso para alquilar. "En cuanto la vieron llegar en la furgoneta, ya le dijeron que se fuera", lamenta. Y así una vez y otra y otra más, por lo que dejar el asentamiento sin ayuda institucional se les hace inalcanzable.

Algunas familias han salido, pero no tienen relación con las que se quedaron. "Les irá bien, supongo, aquí no volvieron", dice entre risas Adelaida que, a veces, cuando no hay hierros para vender, tiene "que salir a pedir". No le gusta, pero su hija se queda con los niños, así que son los demás los que van a buscar algo que darles.

El suelo de A Pasaxe es de tierra, y, cuando llueve, básicamente es un lodazal. Un lodazal en el que se forman piscinas artificiales, grandes charcos que hay que bordear o atravesar con la ayuda de unos cuantos apoyos, llámense bloques de cemento o ladrillos. Y en el suelo hay de todo, baterías de portátiles, neumáticos, palés, restos de lo que, un día, fue un remolque, ollas que ya no sirven para hacer de comer y una mochila vieja que ya ha perdido casi todo su color rosa.

El marido de Adelaida está más cansado de las promesas que ella y por eso asegura que, hasta que no les digan cómo va a ser proceso para desmantelar el poblado, dónde van a estar y por cuánto tiempo, no quiere empezar a pensar en irse. "¿Para qué, para tener que volver?".