En más de una oportunidad, me he referido con admiración a los directores de escena que, merced a su talento, consiguen, con medios modestos, resultados admirables. Nunca olvidaré el montaje de Pier Luigi Pizzi para Los amores de Apolo y Dafne, de Cavalli, en un Festival Mozart de A Coruña; hace tres meses, el argentino Tambascio, en idéntica línea de recursos escasos y abundante ingenio, realizó una espléndida puesta en escena del Falstaff, de Verdi; y José Manuel Rabón, dos semanas después, con elementos reciclados, hizo posible la representación de El barbero de Sevilla, de Rossini. Mercedes Suárez es de esta misma pasta: capaz de afrontar con decisión y talento el montaje de un ballet de repertorio y, en consecuencia, nada fácil. Ha dirigido a un plantel de jóvenes estudiantes y niños, con los que ha cosechado un nuevo triunfo. El fondo de la escena se cerró con buen gusto mediante telones pintados, huyendo del cartón piedra; y apenas algunos sencillos elementos (exceptuemos el monumental caballo de Don Quijote) determinaban el lugar de la acción. La pareja protagonista -Julia y Miguel- realmente extraordinaria; en muchos momentos, la composición de figuras en movimiento resultó original y de alto valor estético. También la pareja de gitanos -Paula y Pablo- se mostró a un alto nivel. Germán Flores compuso un Camacho con cierto aire de petimetre muy gracioso; Lidia González fue una encantadora Dulcinea; Rosalía Vázquez, una grácil Reina de las dríadas; y Fernando Rois, un espléndido Cupido. El acto del sueño de Don Quijote (evidente tributo al ballet blanco), precioso y con un bello telón de fondo que figuraba el bosque de las Dríadas. El público manifestó un gran entusiasmo y ovacionó a todos los componentes del Ballet. En este momento, se echó de menos sobre la escena a Mercedes Suárez. Quizá, la caída del telón fue un poco precipitada.