Nací en el lugar de Abeleira, en el municipio de Cerceda, donde viví con mis padres, Antonio y Visitación, y mis hermanos Silvina, Eduardo y Antonio. Mis padres se dedicaban a trabajar el campo para mantener a la familia en una época muy difícil, ya que acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial. Trabajaban muy duro desde el alba hasta la noche y teníamos lo justo para comer, por lo que en casa no había nada de lujos, ya que llegué a calzar zuecos de madera sin calcetines. Había mucha pobreza en el campo en aquella época, por lo que mi padre decidió emigrar a Venezuela en 1958, cuando yo tenía cinco años.

Me considero un coruñés más porque desde pequeño venía con mis padres a la ciudad todos los fines de semana para visitar a familiares, como Jesús González, que era el relojero del Ayuntamiento. Al principio me parecía enorme porque estaba acostumbrado a mi pequeña aldea, pero lo pasaba fenomenal viendo los escaparates de los comercios, como el de la zapatería Segarra en la calle Real, donde nos llevaban para comprar los zapatos y botas, que mis padres compraban de varios números más grandes para que los pudiéramos usar todos los hermanos.

Cuando mi padre regresó de Venezuela, un amigo suyo que era profesor, llamado Vilariño, le dijo que sería interesante que yo estudiara para ser algo el día de mañana, pero como hacerlo en la ciudad costaba mucho dinero, decidió emigrar a Suiza para que pudiera estudiar una carrera. Mi primer colegio fue la Escuela Nacional, en la que estuve hasta los diez años, de la que pasé a varias academias de la ciudad hasta que me examiné en el instituto Eusebio da Guarda para hacer el bachiller y poder trabajar.

Como mi padre quería que fuera mecánico, hice los estudios de oficial torneo y maestro industrial en la Escuela del Trabajo, tras lo que entré en la Universidad de Santiago para estudiar Ingeniería Técnica Industrial y Mecánica gracias al sacrificio de mi padre, quien falleció poco después de que yo terminara la carrera.

Mis amigos de toda la vida fueron José Luis, Manuel, Ramón, Moncho, José Ramón, Enrique y Antonio, con quienes viví las aventuras y trastadas de la infancia. Disfrutábamos de la ciudad siempre a tope y si bajábamos al centro los domingos, como el poco dinero que teníamos lo reservábamos para el cine, nos dedicábamos a pasear por la calle Real, los Cantones y las calles de los vinos, donde había tanta gente que casi no se podía pasar. En esos años jugué al fútbol en el Rápido de Bouzas, Cerceda y Silva como defensa central, y terminé en el Órdenes debido a una lesión.

Cuando estudié en Santiago las pasé canutas porque ahorraba todo lo que podía para salir aquí cuando volvía, aunque mi madre me mandaba comida todas las semanas. Alguna vez iba allí al cine Avenida a la sesión continua, que costaba una peseta, pero cuando volvíamos a la pensión siempre traíamos pulgas, por lo que la patrona se enfadaba.

En las vacaciones aproveché un decreto de Franco que promovía que todo el mundo supiera firmar para dar clases particulares a gente que no sabía escribir, ya que con este trabajo me ganaba unas pesetillas. Recuerdo que muchas personas gastaban las primeras letras del abecedario de tanto pasar los dedos por ellas para leerlas.

Mi primer trabajo fue con Ángel Jove en las obras del matadero de Almeiras, donde estuve dos años hasta que la empresa fue a la quiebra, momento en que decidí abrir una pequeña academia en Eirís. Como no encontraba trabajo de mi carrera, decidí ingresar en el Ejército como oficial de complemento junto con mi amigo el abogado Julio Mengotti. A él le tocó de destino esta ciudad y a mí Lugo, por lo que decidimos renunciar, aunque un general nos dijo que si lo hacíamos nos encarcelarían durante tres meses, así que tuvimos que quedarnos durante veintiséis años hasta que pasamos a la reserva, tras lo que me puse a trabajar como ingeniero hasta que me jubilé.

Me casé con María González Bello, que era natural de mi parroquia y vivía también aquí, con quien tuve tres hijos: Patricia, Andrea y Abel.