Un punto de calor es como el salón de una casa donde se puede hablar, tomar café, sentarse uno a leer o a no hacer nada o aparecer sin más para ver una sonrisa que no encuentra en ningún otro lugar. En el del Comité Antisida A Coruña (Casco) el viernes por la mañana había menos gente de lo habitual. "Es que algunos cobramos ayer", decía divertido Rubén, uno de sus usuarios, que lleva más de diez años pasándose por el local de Padre Sarmiento, aunque lo haga "a intervalos". Las vecinas le dan los buenos días e, incluso, Puri Fernández quiere ver en sus ojos azules el reflejo de un cantante que, años atrás, fue famoso.

Puri Fernández y Ángeles González llevan más de cincuenta años viviendo en la misma calle. Cuando llegaron al barrio "no había ni aceras", recuerdan. Hace 27 años, abrió Casco en el local de debajo de su casa. "Esto nos puede pasar a cualquiera porque tenemos hijos, nietos y nietas jóvenes", se sincera Puri, a la que los usuarios saludan todos los días. "A mí, alguna vez, si vengo cargada con bolsas de la compra, me ayudan a traerlas porque no tenemos ascensor", comenta Ángeles González, que coincide con su vecina en que no tienen "ningún problema" de convivencia y que, si en algún momento lo han tenido, resueltas han ido a hablar con la dirección a comunicárselo para que lo solucione.

El coordinador de Casco, Iván Casanova, dice que son "vecinos para todo", así, cuando ellas necesitan algo, su puerta nunca se cierra, igual que no lo hacen las de sus vecinas. Otro de los usuarios, que también se llama Rubén y que llegó a tener una vida normalizada, destaca que en el punto de calor hay "buen rollo" porque "cualquiera" puede verse en la necesidad de acudir a él después de una mala racha de la que no se sabe cómo salir. Pero ¿cuál es la clave de que no se rompa la armonía? "Hay que ser un poco listo", dice un usuario que, como los demás, tiene asumido que a nadie le conviene que se rompa la paz sellada en el barrio. Casanova aún se acuerda de una vecina que, años atrás, cada dos o tres días les traía una olla de potaje para que los usuarios, castigados por la droga, la bebida y la calle, tuviesen algo que comer.