Nací en el barrio conocido como el Gurugú, de donde mi familia se trasladó a la calle Francisco Catoira cuando yo tenía cuatro años. Vivimos allí hasta 1966, momento en que hice la mili y nos trasladamos a la plaza del Comercio, que entonces estaba todavía rodeada de campos y donde viví hasta que me casé. Mi primer colegio fue el de doña Elena, en la calle Sexta del Ensanche, hoy Oidor Gregorio Tovar, en el que estuve hasta los seis años, ya que entonces pasé al de doña María Luisa en Francisco Catoira. Terminé mis estudios en el Instituto Masculino, donde hice el bachiller superior, y al poco tiempo empecé a trabajar de auxiliar administrativo en Exclusivas Sainz, que tenía la representación de las máquinas de escribir y de calcular Olivetti.

Allí estuve hasta que fui a la mili, tras lo que entré en Seguros Galicia, cuyas oficinas estaban en Durán Loriga y el Cantón Pequeño. En los años ochenta me convertí en delegado para Galicia de la multinacional americana 3M, en la que estuve tres años, tras lo que fui director comercial del periódico La Región durante dos años, ya que luego me establecí por mi cuenta como corredor de seguros hasta mi jubilación.

Los amigos que formaban mi pandilla del barrio estaba formada por los hermanos Manel, los Eiroa, Miguel el de los plumeros, Dadito, Gerardito y Ángel, los Longueira, los Fraga, las hermanas Rosita y Loli, Mari Leo, Isabel, Mari Tere y las gemelas Tere y Loli. Algunas de las niñas jugaban mejor que nosotros a los juegos de calle y también hacían muchas trastadas, aunque a esto no había quien me ganara en la pandilla, ya que me gustaba mucho hacer bromas.

Recuerdo que un día fuimos a la estación de San Cristóbal y esperamos a que llegara el tren de Madrid. Cuando los viajeros bajaban de los vagones, abrimos las mangueras que se utilizaban para lavarlos y mojamos a mucha gente, por lo que escapamos corriendo. Otras veces nos metíamos en los vagones cuando ya estaban vacíos e íbamos en ellos cuando los llevaban hasta los depósitos. Como además conocía a un maquinista, muchas veces me llevaba en la locomotora mientras hacía maniobras. Un día que fue a dar un recado al jefe de estación, me dijo que le esperara en la máquina, que a mí me dio por poner en marcha, por lo que anduve con ella unos cien metros hacia adelante y luego la volví a poner en su posición sin que nadie se enterase.

También le hice una trastada a Paquito el de la lechería, en cuya furgoneta me metí dentro para bajar con ella la cuesta de Francisco Catoira. Lo mismo hice con la bicicleta del cartero del barrio mientras el recorría los portales, lo que yo aprovechaba para dar vueltas por los alrededores hasta que se la dejaba donde la había cogido. Pero cuando mi padre se enteraba de estas travesuras, me encerraba toda la semana en mi habitación, de la que me escapaba por la ventana haciendo una cuerda con las sábanas para ir a jugar con mis amigos.

En Francisco Catoira había un descampado en el que unos gitanos conocidos como del Estanche vivían en un carromato y tocaban el organillo por el barrio. Como me gustaba tocar ese instrumento, a veces solía acompañarles por las calles, aunque cuando mi padre se enteraba, me echaba una bronca. A los trece años, falsifiqué la firma de mi padre para jugar en los juveniles del Deportivo como portero, tras lo que pasé al Fabril, donde jugaba Chas, que trabajaba con mi padre y le avisó, por lo que me cayó una bronca fenomenal y me prohibió jugar. Entonces me pasé al voleibol en el equipo de la Hípica, con el que llegué a jugar el Campeonato de España, en que fuimos terceros. Durante quince años fui presidente del Club Voleibol Marineda, que organizó en Riazor los primeros campeonatos de voley playa que se hicieron en España.

Gracias a mi tío Alfonso Lesta, que dirigía la orquesta Los Duques, entre los dieciséis y los dieciocho años formé con mis primos Alfonso, Alberto y Agustín el grupo Los Incas, que llegamos a actuar de teloneros de Raphael en su recital en El Seijal.