Nací y me crié en la calle San Luis en el seno de una familia numerosa formada por mis padres, Jesús y Manuela, y mis hermanos Suso, Tito, Manolita, Amparo, Gela, Carlos, Lolo y Carmiña. Mi padre trabajó de zapatero en la fábrica de Ángel Senra y mi madre fue limpiadora en Sindicatos.

Mi primer colegio fue el Concepción Arenal, en el que estuve hasta que a los diez años pasé a la academia San Rafael, en la calle San Vicente, y más tarde al colegio Coca. Luego me puse a trabajar para ayudar en casa, al igual que muchos chicos y chicas de la época, y comencé en la fábrica de plumeros de Francisco Catoira, donde estuve hasta los diecisiete años. Luego estuve en la tienda de regalos Colín durante varios años y me casé con Miguel, aunque tuve que dejar mi trabajo al nacer mi primer hijo, ya que lo hizo con un problema cerebral y tuve que dedicarme desde entonces a cuidar de él y del hijo que tuve después, ya que mi marido falleció muy joven.

Mis primeras amigas y amigos fueron de mi barrio, como Marinita, Olga la del carpintero, Mariló, Teresa, Mari, Pili, Fernanda, Pitusa, Pilar Moreno, Nanín, Anita, Raúl, Juancito, Geluco y Joe. Nuestros juegos transcurrían siempre en la calle, todavía sin asfaltar, y en alrededores como el campo de la fábrica de Ángel Senra, el campo de la Peña, los Estrapallos y la zona de San Cristóbal, que entonces se dedicaba a la agricultura y tan solo tenía unas pocas casas.

Como apenas teníamos juguetes, hacíamos nuestras propias muñecas con trapitos o con los recortables de papel en los que venían dibujos de muñecas y sus vestidos. Hacíamos todo lo posible para que nos dieran unas monedas para comprarlos y cuando los conseguíamos, nos pasábamos varios días recortándolos y jugando con ellos, así como intercambiándolos con las amigas. Recuerdo que también los había para chicos, pero que eran de indios y vaqueros.

Otro de nuestros entretenimientos era cambiar tebeos y novelas en las librerías de nuestro barrio, como El caballito blanco o la de Aurorita. Cuando llegaba el buen tiempo nos íbamos al campo de Ángel Senra, donde se ponía la ropa lavada a secar, o al de San Vicente, donde había un lavadero en el que se lavaba la ropa, ya que entonces mucha gente aún no tenía agua corriente en su casa, por lo que aprovechábamos para ir a esos lugares a jugar y a reunirnos con amigas.

A veces hacíamos una escapada hasta la explanada de San Cristóbal para jugar a los columpios con pandillas de niños y niñas de otras calles, como Francisco Catoira, Sexta del Ensanche, San Vicente, Vioño o San Luis, que esperaban a que llegara el buen tiempo para jugar con los postes que Telefónica pintaba allí. Había veces que en cada poste nos subíamos siete chavales por cada lado para balancearnos y hacer caer a los del otro extremo.

Mis padres tenían una cuadra con cerdos y gallinas en el lugar de los Estrapallos y cuando bajaba a ese lugar a llevar comida a los animales, jugaba con las niñas gemelas que vivían en una casa que estaba al lado de la fuente que había allí, a las que llamábamos las rubias, ya que toda esa zona eran fincas en las que se cultivaba sobre todo trigo y que llegaban hasta la Granja Agrícola. Recuerdo que un día que bajé hasta allí me dio un dolor muy fuerte de barriga y un señor que guardaba ovejas en ese mismo lugar me dio para beber un líquido incoloro, que me sentó muy bien y del que después supe que era ginebra.

Cuando empecé a trabajar de jovencita, algunas veces ayudaba a mi amiga Olguita, que trabajaba en la sastrería de Ciriaco Varela y repartía con ella los trajes de los clientes, por lo que con las propinas que nos daban nos íbamos el domingo al baile del Sally, siempre acompañados por mi hermano mayor, que no me dejaba bailar más de dos piezas con el mismo chico.