Nací en la calle San Antonio, en Monte Alto, donde viví hasta que a los tres años a mi padre, que era militar, le dieron una vivienda en las casas militares de la Ciudad Vieja. Mis padres, Emilio y Carmen, formaron una gran familia con siete hijos y él sirvió en el cuartel de Atocha, la Caja de Reclutas y el Parque de Automóviles, mientras que ella se dedicó por completo al cuidado de la familia.

Mi primer colegio fue la Grande Obra de Atocha, en el que estuve hasta los siete años, edad a la que pasé al Saldaña. Luego hice el ingreso en el instituto Masculino, donde hice el bachiller y al terminarlo decidí irme al Ejército, por lo que entré en la Academia de Ingenieros de Hoyo de Manzanares y luego me destinaron en la emisora de radio militar de esta ciudad, en la que desarrollé toda mi carrera hasta que en los años noventa pasé a la reserva.

Mi pandilla de juventud estuvo formada por Arturo, Quique, Simón, Carlos Gil, Ángel, Rubén, Luisa, Elena y Maricarmen. Todos éramos hijos de militares y nuestros juegos los practicábamos en el Campo de la Estrada, la Ciudad Vieja, el Parrote y la plaza de María Pita. En esta última solíamos jugar a la pelota con otras pandillas y teniendo cuidado con uno de los guardias municipales del Ayuntamiento, que hacía todo lo posible por quitarnos el balón, aunque nosotros corríamos más.

Cuando nos dejaban ir al cine para nosotros era una fiesta y solíamos ir a los Hércules, Kiosko Alfonso y Goya porque eran los más baratos. Cuando nos hicimos unos jovencitos empezamos a bajar los fines de semana en pandilla a la calle Real y los Cantones a pasear. Las fiestas de la Ciudad Vieja de entonces no se parecían en nada a las de ahora, ya que en cada calle, además de en la plaza de las Bárbaras y en Capitanía había orquestas actuando, con las calles abarrotadas de gente.

Nuestro punto de reunión era el bajo de Eleuterio, al que llamábamos el cementerio y donde jugábamos partidas de futbolín y máquinas recreativas, lo que también hacíamos en la sala de juegos El Cerebro, que también tenía billares. Allí pasábamos mucho tiempo jugando porque hacíamos trampa al futbolín tapando la portería, hasta que el encargado se enteraba y nos echaba la bronca.

Para ir al instituto tenía que coger el tranvía en Puerta Real, donde solía juntarme con otros compañeros con los que hacía el viaje enganchado por fuera para ahorrarnos el billete. Así conseguíamos ahorrar una o dos pesetas a la semana con las que en aquel tiempo podíamos ir al cine, alquilar una bicicleta o comprar tabaco en el carrito de Manolita, en los soportales del teatro Rosalía de Castro. También me acuerdo del viejo autocar llamado la Pachanga, en el que cuando era niño mis padres me llevaban a Labañou a visitar a mi abuela Isabel, que cultivaba allí patatas y fruta que vendía a muchos conocidos y que nosotros traíamos a casa cuando íbamos a verla.

En Semana Santa solíamos hacer guateques en el bajo que tenían los padres de un amigo en Monte Alto, aunque teníamos que tener cuidado para no hacer mucho ruido con la música del tocadiscos. En verano a veces nos íbamos a Santa Cristina en una lancha de remos que tenía mi padre y que le cogíamos sin su permiso. También nos gustaba ir a los concursos de salto que se celebraban en la Hípica y hacer apuestas.

En la época en que iba al instituto jugué al fútbol en el Orillamar, club en el que estuve cuatro años hasta que marché al Ejército, aunque cuando me destinaron aquí volví a practicarlo en los equipos de fútbol sala Brétema y Auto Spring, en los que jugué hasta que en los años ochenta desaparecieron. Fue entonces cuando me aficioné a correr en solitario por diversión y para hacer ejercicio, en una época en la que apenas nadie lo hacía, mientras que hoy en día lo hace muchísima gente. Hasta el momento he participado en veintiocho maratones y medios maratones y conseguí quedar tercero en el que se disputó aquí en 2015.