Nací en la calle Ángel Senra, donde se instalaron mis padres, Fructuoso y Marina, quienes eran de Lugo y Santa Cruz respectivamente, quienes también tuvieron a mis hermanos Frutos, Loli, Ángel y Juan. Mi padre trabajó toda su vida en Correos, primero de cartero y luego en las oficinas centrales. Conoció a mi madre mientras hacía la mili en un destacamento militar durante la Guerra Civil que estaba en el puente de A Pasaxe junto a la casa del carnicero y fue un día a Santa Cruz. Recuerdo que mi padre me contó que mientras estuvo en aquel destacamento se encontraron muchos muertos en las cunetas y en los alrededores de la playa de Bastiagueiro.

Mi primer colegio fue el de la calle Noia, llamado Sualva, dirigido por doña Concha, que era muy seria y nos castigaba por no estudiar o portarnos mal, aunque también lo pasábamos mal, sobre todo antes de entrar en clase, ya que aprovechábamos cualquier momento para jugar en la calle. Recuerdo que en el colegio a las niñas nos ponían en los pupitres de la izquierda y a los niños en los de la derecha. También fui a la pasantía de Julia, que estaba encima de la carbonería La Mina, en la que se vendía carbón para todo el barrio, ya que aún se usaban las cocinas bilbaínas.

A los catorce años dejé los estudios y me puse a trabajar en el comercio La Reina de las Flores, situado en la calle Real y en la que se vendía bisutería, perfumería y otros productos para la mujer. Estuve allí cuatro años y luego pasé a la tienda Rosaleda, en la que trabajé unos treinta años hasta que se jubilaron sus propietarios. Entonces entré en las joyerías Fajardo de Andrade, en las que terminé mi vida laboral.

Mis amigas del barrio fueron Carmina, Gloria, Finita y Mari Carmen, que fueron con las que más amistad tuve, aunque también estaban otras como Rosita, Pilar Moreno, Matucha, Luisa, Adelita e Isabel, quienes también iban al colegio Sualva, además de los amigos de mi calle, como Luisito el del zapatero, los hermanos Luis y Geluco, Raúl y los hermanos Reino.

Jugábamos en la calle o en los portales de las casas cuando llovía. Recuerdo que en aquellos años apenas había coches y que en mi calle solo estaba el camión del Parrocho, el balilla del frutero y el motocarro de la tienda-bar que había debajo de mi casa. El resto eran carros de caballos que pasaban llevando gaseosas, sifones, lejía, carbón o sal, por lo que podíamos jugar tranquilamente en la calle.

Los cines que más nos gustaban eran los Doré, España y Finisterre, que siempre estaban abarrotados de chavales en las sesiones infantiles. Como tenían ambigú, si nos sobraban unos patacones al comprar las entradas, los gastábamos en pipas o chufas. A partir de los doce años nos dejaron ir a jugar al lavadero de San Vicente, donde se llevaba la rompa a secar en el campo que había al lado. También íbamos al campo de Ángel Senra y a la Granja Agrícola, donde cuando hacía buen tiempo se reunían muchas familias para pasar un día de campo.

Me acuerdo de la librería y heladería de Magín, donde se cambiaban tebeos y novelas y también se jugaba al futbolín, por lo que mi hermano Juan siempre me pedía los pocos patacones que tenía ahorrados para ir a jugar allí con sus amigos y después nunca me los devolvía. En verano iba con la familia a casa de mi abuela Lola en Santa Cruz. La conocían por la lechera porque traía a la ciudad la leche de varias vacas que tenía. Siempre me acordaré de lo bien que lo pasaba allí y de las fiestas de verano e invierno, así como de las curas que me hacía mi abuela cuando me lastimaba, ya que usaba telas de araña para curarme las heridas.

Me casé en su casa y usamos para los invitados las butacas del cine de Santa Cruz, que nos dejó su propietaria. Conocí a mi marido en el Circo de Artesanos, del que mi marido era socio, y con quien tengo dos hijos, Juan y Ana, y un nieto llamado Cristian.