El Concierto para violín y orquesta, de extraño sobrenombre (aunque a nosotros lo del Grial nos queda ahí, a la vuelta de la esquina, en O Cebreiro), de la compositora finesa, Saariaho, es una obra muy notable debido, sobre todo, a las combinaciones sonoras del violín en armónicos con el arpa y la celesta. Si en lugar de treinta interminables minutos ("un viaje largo", como dijo Ménem, aquel inefable presidente argentino, refiriéndose a su matrimonio) hubiese durado diez, creo que la partitura habría sido muy valorada. En este caso, la extraordinaria actuación de la orquesta, con un gran director al frente, y la no menos extraordinaria interpretación de la solista compensaron la monotonía y reiteración de la partitura. La excepcional artista, que sería deseable volver a escuchar en uno de los grandes conciertos del repertorio, ofreció un maravilloso bis: Alemanda, de la Partita número 2 para violín solo, BWV 1004, de Bach. El violín con que toca es un maravilloso Stradivarius General Dupont Grumiaux , de 1727. El concierto quedó emparedado entre dos obras maestras, de lenguaje muy diferente: la suite de Bartok y la sinfonía de Haydn. Dos grandes versiones de la orquesta que, dirigida con absoluta precisión por Russel Davies, logró un Bartok exuberante y colorista, y un precioso Haydn. Nuestra agrupación instrumental es magnífica, sin duda; pero debería tocar más Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert... Las orquestas se hacen y se mantienen con ese repertorio.