El título de esta crítica carece de significado traslaticio o metafórico al estilo de la novela homónima de Stendhal. Ha sido tan sólo el impacto visual del traje rojo de la violinista en medio de los profesores de la Sinfónica ataviados con su negro atuendo habitual. No sé si ese choque cromático determinó en el público una favorable predisposición; o bien fue la maravillosa música de Bach; o incluso una interpretación soberbia de veinticuatro arcos, un clave, una solista y un director, todos ellos tocados por la más eminente inspiración. O tal vez fuese todo ello. El hecho es que el clamor del público al finalizar los tres conciertos de Bach estuvo más que justificado. Y aun cabría asombrarse de lo que un gran compositor es capaz de hacer con tan reducidos elementos. Celebraba yo, en conversación previa al concierto, con un músico de la Sinfónica este maravilloso programa con Bach y Mozart; y él, aunque acorde con el criterio, me hacía observar con razón que una gran orquesta sinfónica de más de ochenta profesores no puede prodigar este repertorio, que la reduce a una cuarta parte de su potencialidad. Pero, de vez en cuando, qué maravilloso disfrute escuchar a esta cuerda espléndida de nuestra orquesta tocando con semejante calidad sonora la música de un grande entre los grandes. Y observar al director titular dirigir con las manos, desnudas de todo adminículo, moviendo a veces sólo los dedos, para matizar los efectos-eco, las gradaciones de volumen, los claroscuros, en un soberbio ejercicio de verdadero arte. Y, desde luego, la versión de una joven violinista a quien la música parece traspasar como si la ondulación de su cuerpo siguiese el movimiento de la onda sonora . Qué maravilloso bis con Spadano y el conjunto de arcos dirigido por Dima en el Largo del Concierto para dos violines en Re menor, BWV 1043, del propio compositor. ¿Y Mozart? De Mozart hablaremos otro día que Bach nos ha dejado hoy sin sitio.