Nací en la calle de Santo Domingo, en la Ciudad Vieja, donde me crié hasta los dieciocho años, edad en la que mi familia -formada por mis padres, Antonio y Eduviges, y mis hermanos Fina, Manolo, Luis y María-, se trasladó a la calle Barcelona cuando aún empezaba a urbanizarse aquel barrio, donde entonces solo estaba el Observatorio. Mi padre fue funcionario del Estado y trabajó de auxiliar en la oficinas del Hospital Militar y el Gobierno Militar, mientras que mi madre se dedicó al cuidado de sus hijos y de la casa.

Mi primer colegio fue el de la calle Tinajas, del que pasé al de los Franciscanos de Padrón como interno, ya que allí era fraile el hermano de mi madre. Lo pasé muy bien, ya que ingresé en el coro y se comía de maravilla. De allí me mandaron a la Grande Obra de Atocha, tras lo que terminé mi vida escolar en los Salesianos, donde no llegué a terminar el bachiller porque no me gustaba estudiar.

Eso hizo que mis padres me pusieran a trabajar en Hijos de Simeón García en San Andrés, donde entré como chico de los recados y acabé como dependiente. Al cabo de nueve años me llamaron para emplearme en otro comercio, Almacenes Losada, donde estuve doce años, hasta que el negocio ardió y todos los trabajadores nos quedamos en la calle. De allí pasé a Galerías Maisonfor y posteriormente a Grupos Electrógenos Lestón, donde fui viajante.

En mi niñez y juventud aprovechaba todo lo que podía para jugar en la calle con mi pandilla, formada por amigos del barrio, como Luis el Barbas, Luis Gallar, Arturo Fragoso, Lele, Nano, Manolete, Manuel Aradas, Fernando Ferreras, Nando Barreiro, Pepe Sardán, Toñito, Rosita, Piri, Margarita y las hermanas Conchi, Teresa y Manolita. Jugábamos en las calles Santo Domingo, Cortaduría, Tinajas, el jardín de San Carlos y la plaza de María Pita.

En la juventud comenzamos a ir a las fiestas de la ciudad y a los bailes que se hacían en Carballo, Sada o Betanzos. Un día que fuimos a la sala El Moderno, en Sada, nos dimos cuenta de que el portero tiraba en cubo las entradas que recogía, pero sin romperlas, por lo que en un descuido cogimos un puñado de ellas y las volvimos a vender, con lo que conseguimos un dinero que nos permitió pasarlo muy bien.

Cuando íbamos al estadio de Riazor nos enganchábamos al tranvía número 3, y lo mismo hacíamos con los troles cuando queríamos ir a cualquier sitio, al que hacíamos parar desenganchando una de las pértigas, lo que causaba el cabreo del cobrador, que tenía que volver a engancharla. Para colarnos en el estadio lo hacíamos escalando el muro donde estaba el antiguo marcador y que se hizo muy famoso por la gran cantidad de chavales que entraban por allí.

En verano nos bañábamos en las playas del Parrote, Santa Cristina, Bastiagueiro, San Amaro y el Orzán, donde muchas veces lo hicimos entre la sangre que salía del matadero. Para pasarlo bien, muchas veces alquilábamos bicicletas en el local del viejo del Orzán, que tenía muy mala uva por las muchas trastadas que le hacíamos los chavales, ya que las cogíamos por una hora pero las devolvíamos al cabo de cuatro. Lo mismo hacíamos con la lancha que había en la Dársena, ya que nos pasábamos muchas horas y al volver la dejábamos en cualquier sitio para que el dueño no nos hiciera pagar todo el tiempo que habíamos estado con ella.

La peor trastada de mi pandilla fue en el jardín de San Carlos, donde preparamos un petardo en un frasco con pólvora artesanal al que me dejaron prenderle fuego, pero que al explotar me causó grandes heridas en la cara, por lo que me llevaron al Hospital Militar, donde me tuvieron que operar y estuve dos meses ingresado. Me casé con María Teresa, con quien tengo dos hijas, Marta y Raquel, que nos dieron dos nietos, Lucía y Antón. Ahora, ya jubilado, sigo jugando las pachangas de fútbol que empezamos hace 45 años Los Sufridos de Santa Cristina y pertenezco a la asociación Yo soy de la Ciudad Vieja, de la que soy directivo.