Nací en Teixeiro, donde viví con mis padres, José Luis y Cristina, y mis hermanas Vituca y Mari Carmen. Pero siendo muy joven me trasladé a esta ciudad para vivir con mis tíos, Luis y Fina, en su casa de San Andrés. Como él era gerente de la empresa Fraga, me puso a trabajar como chaval de los recados y ayudante del maquinista en el cine Rex, que en aquellos años tenía mucha actividad.

Recuerdo que durante años tuve que llevar en una carretilla metálica las películas que se proyectaban allí y que pesaban mucho. Y además hacerlo por la avenida de Finisterre, que aún estaba adoquinada, para que se proyectaran en otro de los cines de la empresa en el mismo día pero a distinta hora, por lo que las pasaba canutas para llegar a tiempo.

Cuando a mi tío lo destinaron a Lugo, me fui a vivir con otros familiares a la zona de Santa Margarita y en 1966 me cambiaron a los cines París y Ciudad, hasta que al aprobar en la Escuela del Trabajo el examen de operador de cine, pasé a trabajar en esta categoría en el París hasta que esta sala cerró, por lo que trabajé allí durante 38 años. Después pasé al Rosalía de Castro, el Colón y al Goya, donde estuve como Vicente Rivadulla, que era entonces uno de los operadores más veteranos de la ciudad.

Como trabajaba los sábados y domingos, puedo decir que toda mi vida a partir de los quince años consistió en trabajar sin apenas descanso. Mis amigos fueron todos de la calle Real y Santa Margarita, como Santi, los hermanos del bar Peón - Moncho, Coque y Nardo-, los del Siete Puertas, el Habana, Barros y La Bombilla, Pepe Rey y mi primo José Luis, el del Serranito, con quienes disfruté cuando tenía vacaciones o libraba durante la semana, ya que aprovechábamos toda cuanta fiesta había en los barrios, los guateques y los bailes más conocidos de la ciudad.

Recuerdo que cuando entré en el París, que era un cine de estreno, el encargado, Lage, me dijo que no se podía tener bigote, por lo que aunque yo solo tenía cuatro pelos, me los tenía que afeitar todos los días por orden del gerente, Ramiro Varela, quien además prohibía que los maquinistas bajásemos a la sala en camisa, ya que muchas veces teníamos que hacerlo para ver cómo estaban el sonido y el enfoque.

Recuerdo también que los acomodadores tenían que llevar guantes y que los días de estreno tenía que probar la película por la mañana y proyectarla para dos curas que se encargaban de la censura y me decían lo que había que cortar. Eso era una pesadez, ya que había que para la máquina, cortar la película y empalmarla luego solo para que no se viera un pequeño escote o una escena de besos. Si además la película se cortaba o los carbones de la máquina se pasaban, nos descontaban días de vacaciones.

Cuando se estrenó Le llamaban Trinidad, la empresa alquiló un caballo y contrató a una persona disfrazada de indio para que recorriera la ciudad fumando unos farias mientras llevaba unos grandes carteles que anunciaban la película y que había pintado Manuel Gallart, el encargado de las carteleras. Igual hicimos con Los siete magníficos, aunque entonces fueron siete caballos montados por vaqueros que se pasearon por todo el centro. Hay que destacar que solo en el cine París trabajábamos 21 personas, de las que guardo un gran recuerdo, así como de muchos clientes que en ocasiones venían a ver la misma película varias veces. Entre las anécdotas de aquellos años está la del día que en un estreno puse uno de los rollos de la película al revés y se organizó un cachondeo en el cine, así como la del espectador que venía a todas las funciones porque siempre se quedaba dormido y nunca podía ver la película entera.