Burgos derribó sus murallas en 1831 y Pamplona en 1920, entre esas fechas la mayor parte de las ciudades españolas y europeas destruyeron los muros que constreñían sus centros urbanos. Aquellas estructuras fortificadas desaparecieron porque ya no eran útiles para el fin para que habían sido creadas. La nueva tecnología bélica las había convertido en algo obsoleto y las ciudades europeas, en la segunda mitad del siglo XIX, aprovecharon la oportunidad para transformarse. Si Viena comenzó a demoler sus murallas en 1857 para crear la formidable estructura urbanística del Ring, A Coruña hizo lo propio con sus murallas, destruyéndolas a partir de 1840. La calle Juana de Vega, o la Plaza de María Pita, fueron posibles gracias a aquel proceso.

La obsolescencia de los puertos industriales y comerciales, a finales del siglo pasado, constituyen una oportunidad histórica para sus ciudades. La incorporación de una gran superficie, que está cerrada y ocupa una posición central en la ciudad, es una circunstancia que, como sucedió con el derribo de los amurallamientos barrocos, sólo ocurre una vez en el desarrollo histórico de la ciudad.

Los muros que delimitaban el recinto del puerto cercaron las antiguas fachadas marítimas de las ciudades portuarias. La línea de costa se alejó para generar extensas plataformas ganadas al mar en las que se dispusieron almacenes, grúas, y muelles. Esta ciudad, pegada a la ciudad histórica, es un espacio de trabajo cerrado a los ciudadanos que pueden entreverla desde la planta alta de los edificios o través de las vallas que la delimitan. Derribar esos límites e incorporar todo ese espacio a la ciudad es, evidentemente, una ocasión excepcional.

Muchas ciudades han afrontado este proceso, cada una con sus singularidades morfológicas, pero compartiendo un mismo fenómeno de desarrollo y transformación urbana. Tenemos muchos ejemplos de los que aprender: La HafenCity de Hamburgo, que incorporó a la ciudad las 150 hectáreas de la sórdida Speicherstadt (Ciudad-almacén), con sus viejas naves restauradas y transformadas para nuevos usos; las intervenciones que han reconvertido los complejos puertos de Rotterdam, o de Amberes, en espacios llenos de vida ciudadana; la orientación cultural con la que se ha dirigido la transformación del viejo puerto de Liverpool; la gestión del profundo cambio de las instalaciones portuarias e industriales de Bilbao a través de la Sociedad Bilbao Ría 2000, que hizo posible la instalación de equipamientos culturales y de ocio que han cambiado el carácter de la ciudad; y Barcelona; y Sidney; y los Docklands londinenses? De todas estas ciudades que han afrontado la transformación de sus espacios portuarios podemos aprender sus aciertos, pero también sus errores. Y esa es una experiencia valiosa.

Cuando las autoridades políticas anunciaron su intención de crear un puerto exterior en punta Langosteira rehuyeron el debate ciudadano sobre esta importante infraestructura. Su consecuencia inmediata es la liberación del espacio que ocupa el puerto de A Coruña que ocupa una enorme superficie en una posición central y privilegiada. Aquella decisión implicó la financiación del nuevo puerto con la venta de los terrenos del antiguo. Este proceso es un palmario ejemplo de entendimiento de la ciudad como bien de cambio, que no de uso, y sitúa el problema en unos fuertes intereses sobre las oportunidades de negocio inmobiliario que se hacen posibles en una ciudad muy densa y con un término municipal pequeño. Pero cualquiera de nosotros sabe que el problema es otro. Lo que nos estamos jugando va a decidir cómo va a ser la ciudad en el futuro, como la historia nos va a juzgar a través de la evolución urbana de A Coruña. En definitiva: cómo vamos a aprovechar la oportunidad que la historia nos ha puesto delante.

Churchill decía que "un optimista ve una oportunidad en toda calamidad y un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad". Ya hemos experimentado las consecuencias de no tomar las decisiones correctas y de no participar activamente en las decisiones de nuestros representantes políticos. Tenemos que imaginar espacios públicos de calidad a pocos metros de puntos tan centrales como plaza de Mina o la Palloza, y soñar con edificios restaurados, de tanto valor como la Lonja del Gran Sol, albergando usos necesarios. No tenemos más salida que ser optimistas.