Nací en la avenida de Chile, pero al poco tiempo de nacer mis padres, José e Isabel, decidieron que nos trasladáramos a la calle Ángel Senra, donde después nació mi hermana María del Carmen.

Mi primer colegio fue el de doña Sara, en un bajo de la calle Francisco Catoira, donde años después se abriría el bar Patata. Luego pasé al colegio de doña Petra, en la calle Mariana Pineda, donde estuve hasta que entré en el instituto Masculino para hacer el bachiller.

Al acabarlo ingresé en la Escuela de Náutica y, tras terminar esos estudios, comencé navegar en mercantes como el Playa de Riazor y en petroleros como el Fernanda, que venía de vez en cuando a esta ciudad a descargar petróleo y gasolina hasta que al abrirse la refinería acabó por instalar aquí su base. Más tarde navegué en diferentes buques por Grecia e Inglaterra hasta que me jubilé.

De mis años de niñez tengo muy buenos recuerdos de los juegos en la calle en lo que entonces se llamaba A Coiramia, donde todavía había campos en los que los chavales jugábamos y las madres ponían la ropa a secar. Al lado de mi casa estaban el lavadero y la fuente donde se llevaba la ropa a lavar y se cogía agua para las casas, ya que muchas aún no tenían traída.

En ese lugar nos reuníamos tanto en invierno como en verano muchos niños para jugar y, sobre todo, para coger cucharones y ranas. Mis amigos de esos años fueron José Antonio, Ramón, Camba, Carlos, Viñas, Antonio, Sefi, Petri, Teri, Manolo, Esperanza, Mucha y Elvirita.

Los únicos vehículos que había en todo el barrio eran el camión del Parrocho, que vivía frente a mi casa, y el motocarro del frutero, ya que la mayoría de las cosas se transportaban en carros de caballos, como la sal, las gaseosas y el hielo. Recuerdo que como para jugar al fútbol solo tenían una pelota los chavales mayores, les seguíamos para que nos dejaran jugar, por lo que muchas veces hacíamos pachangas contra ellos en las que siempre nos ganaban, aunque si no nos dejaban jugar, teníamos que esperar a que acabaran para que nos dejaran la pelota.

Los domingos íbamos a las sesiones infantiles de los cines España, Doré, Monelos y Gaiteira, donde nos encontrábamos con otras pandillas de chicos y chicas. Si la película no nos gustaba o se marchaba la luz, hacíamos un pataleo tremendo que enfadaba al acomodador, por lo que usaba la linterna para intentar hacernos callar. También íbamos a gastar las cuatro pesetas que teníamos en los futbolines de la tienda de Magín el heladero o a cambiar tebeos en varios lugares.

La Estación del Norte era uno de los lugares a los que íbamos a jugar hasta que ardió en un incendio que estuvimos contemplando durante horas todos los vecinos de los barrios de los alrededores. Cuando no teníamos dinero, íbamos hasta allí para recorrer las vías y buscar tornillos para ponerlos encima de ellas y que los trenes los aplastaran, ya que estaba prohibido que las ferranchinas los compraran sin deformar.

Cuando llegaba el verano íbamos en pandilla a la playas de Riazor, Lazareto, las Cañas y las calas de las ruinas del castillo de San Diego, a donde llegábamos andando, mientras que para ir a Santa Cristina o As Xubias nos enganchábamos en el tranvía Siboney.

Cuando crecimos empezamos a ir a todas las fiestas y bailes de la ciudad y las afueras, así como a la plaza de A Palloza, donde cuando venía el Teatro Argentino íbamos a buscar un hueco entre la lona para intentar ver a alguna de las cupletistas que actuaban en sus espectáculos, que solo eran para mayores.

En la actualidad, ya jubilado, hago teatro aficionado con un grupo con el que llevamos actuando tres años y del que forman parte mi hermana y mis amigos Cristina, Margot, Julia, Javier, Manolo y Manuel Lourenzo, quienes hacemos actuaciones para la tercera edad en localidades gallegas.