Nací en la calle Caballeros y mi familia estaba formada por mis padres, Jesús y Emilia, y mis hermanos Pitusa, Manolo, Maricarmen, Guadalupe y Emilio. Cuando yo tenía tres años, mis padres decidieron trasladarse a la calle Baldaio, cuyos alrededores eran montes y fincas cultivadas. Allí estuvimos cinco años hasta que nos mudamos a la calle San Vicente.

Cuando tenía siete años, mi padre murió, lo que fue una desgracia para la familia. Mi madre se puso a trabajar de cocina en el bar La Nueva Patata, en la calle Mariana Pineda, propiedad de quien con el tiempo sería mi marido, Benedicto Blanco Expósito, conocido por Tito. Al casarnos abrimos la primera cafetería restaurante del barrio, La Nueva Cuarta Patata, en la calle Francisco Catoira, ya que la familia de mi marido tenía otros establecimientos con ese nombre en las calles de la Barrera, Huertas, Alameda y Riazor, en la actualidad todas cerradas pero que tuvieron todas una gran clientela.

Desde que nos casamos, mi marido y yo trabajamos sin descanso durante cuarenta años, ya que también abríamos los domingos y festivos para atender el restaurante, que cerramos al jubilarnos en el año 2000.

Tuve la suerte de rodearme desde niña de buenas amigas y amigos con los que formé una de tantas pandillas de mi barrio y que jugaba en lugares como A Coiramia, Vioño, el campo de la Peña y las calles Baldaio y San Luis. Entre mis amigos estaban Conchi, Rosa, Mari, Ester, Marisa, Balbina, Finita, Lolita, Claudio, Moncho, José Antonio, Benigno, Luco y Javier.

Siempre jugábamos en la calle, aunque si llovía lo hacíamos en los portales de las casas, que en nuestra época siempre estaban abiertos. Como la mayoría de las calles estaban sin asfaltar, podíamos jugar en ellas al che, las bolas, la bujaina, la cuerda y la mariola.

Mi primer colegio fue el de la profesora Merceditas, en el que estuve hasta los ocho años, tras lo que fui al Hogar de Santa Margarita, donde hice la Primera Comunión y estuve hasta los trece años. Después empecé a ayudar a mi madre y me puse a trabajar en la fábrica de azafranes y especias La Mulata, situada en la calle Baldaio, en la que estuve hasta que me casé.

Cuando teníamos dinero, íbamos a los cines de barrio como los España, Monelos, Doré y Gaiteira, que eran los más baratos. A veces cogíamos una tina e íbamos a buscar moras que luego vendíamos para conseguir dinero con el que íbamos al cine. En el Monelos comprábamos las entradas de general, donde había que tener cuidado con las pulgas. En la entrada de aquellos cines había siempre unos quiosquitos de madera donde una señora vendía pipas, chufas y pirulíes. Recuerdo que las pipas las vendían en cucuruchos de papel que llenaban con un cubilete del parchís y que los pirulíes me parecían enormes, por lo que no era capaz de comerlos durante la película y me guardaba el resto para otro día.

Una de nuestras diversiones era hacer pequeñas tómbolas en la calle para cambiar tebeos o postalillas entre los amigos, ya que hacíamos colecciones de cromos como los de las razas humanas, las de la Tómbola de la Caridad y de artistas de cine, así como de los prospectos que daban en el mismo.

Me acuerdo cuando de niña mi familia iba andando hasta Pastoriza y en el recorrido nos encontrábamos a otras familias que también peregrinaban hasta la ermita, por lo que el viaje se hacía más llevadero, aunque nos salían llagas en los pies que luego nos reventaban con una aguja al llegar a casa. En verano bajaba a veces a la playa de Riazor con mi amiga Mari, la hija del pastelero Rufino, y alquilábamos un bañador y una caseta, de forma que mientras una se bañaba, la otra se quedaba en la caseta.

Ahora, ya jubilada y residente en Liáns, voy al centro social de Santa Cruz para hacer bolillos y tapices. También me reúno en la iglesia con un grupo para hacer actividades y atiendo a mi marido junto con mi hija Isabel, quien nos dio dos nietos, Mateo y Daniela.