Nací y me crié en la calle Villa de Negreira, donde viví con mis padres, Anastasio y María Luisa, y mis cinco hermanos: Julia, Teresa, Encarna, María y José Antonio. Mi padre fue guardia civil, pero al terminar la Guerra Civil dejó el cuerpo para ser perito mercantil, por lo que llevó la contabilidad de empresas como Rey Soler y la Comisaría de Abastos. Mi madre fue toda su vida maestra nacional y dio clase en Arou, Lugo y Castro-Laxe, en Culleredo, donde se jubiló.

Antes de que le dieran una plaza, mi madre daba clases en el comedor de nuestra casa, por lo que antes de que empezara había que retirar los muebles y poner sillas para que se sentaran los niños, aunque algunos traían su propia banqueta o taburete de casa. Mis primeros estudios fueron en la escuela en la que ella empezó a dar clase, hasta que a los ocho años entré en los Franciscanos, donde estuve dos años y luego pasé al Instituto Masculino un año, ya que después pasé al colegio Dequidt. Como al terminar el curso derribaron ese centro, pasé al Karbo, tras lo que estudié Graduado Social por nocturno en el antiguo edificio de Sindicatos.

Empecé a trabajar en el despacho central de Renfe en la calle Alcalde Marchesi, así como en la estación de San Diego. Al cabo de doce años pasé a la gestoría Gómez Ulla hasta que cerró, por lo que entré en Fiscal Galicia, donde estuve hasta 1995. Fue entonces cuando abrí mi propia gestoría, López Lago, en la que terminé mi vida laboral, durante la que también di clases de Graduado Social y fui miembro de la junta de gobierno del colegio profesional.

Me casé con Rosa Lago Barros, que vivía en la casa de A Gaiteira donde hoy está la Inspección de Trabajo, y con quien tengo dos hijas, Miriam y Natalia, quienes nos dieron tres nietos: Sofía, Nora y Alain.

Mi pandilla de la infancia estuvo formada por Darío, Zas, Paco Pedrosa, Vitín, Beri, Camilo, Dito, Marcelino y Chus, cuya amistad sigo conservando. Jugábamos en los campos que rodeaban nuestra calle y en los del paseo de los Puentes, donde teníamos una zona para jugar a la pelota frente a la nave de la imprenta Roel. Como en ese lugar también había frutales, nos dedicábamos a coger fruta para comérnosla, por lo que una vez nos dispararon una perdigonada de sal que nos hizo salir corriendo. También recogíamos cualquier cosa que valiera para vender en las ferranchinas, aunque lo que más buscábamos eran los cartones y los sacos vacíos de cemento en las obras, ya que era lo que mejor se pagaba. Con lo que nos daban en la ferranchina de Francisco Añón teníamos para jugar al futbolín o para repartirlo entre toda la pandilla.

Hacíamos batallas a pedradas contra otras pandillas de las zonas de Katanga, Peruleiro, Labañou, Santa Margarita y Casas de Franco. Estos últimos eran nuestros rivales más peligrosos, ya que siempre nos ganaban. Al terminar, nos reuníamos todos y nos hacíamos competiciones en el acueducto del paseo de los Puentes, desde el que saltábamos para ver quién lo hacía mejor. También entrábamos en las ruinas de la imprenta Roel y jugábamos las planchas serigrafiadas que se usaban para imprimir las latas de conservas.

Cuando ya en nuestra juventud íbamos a las salas de baile de fuera de la ciudad lo hacíamos en los autocares de A Nosa Terra y Cal Pita, casi siempre en los asientos situados en el techo, que eran los más baratos y en los que podíamos ir cantando y armando follón, aunque si llovía o hacía frío lo pasábamos mal, a pesar de que en el bus había una lona para taparse en esos casos.

En el año 1972 empecé a practicar las artes marciales en el Judo Club Coruña con mi amigo Bernardo Romay y ahora imparto clases de Tan The, una modalidad de Tai Chi, para mantenerme en forma.