Me crié en la Travesía del Observatorio, donde viví con mis padres, Darío y Dolores, y mis hermanos Darío y Ramón, ya que mi padre fue técnico del Observatorio, en el que trabajó hasta su jubilación. Mi primer colegio fue el de los Escolapios, en el que estuve cinco años y del que pasé a la academia Hervos, en San Andrés, en la que permanecí hasta los diez años.

De allí me mandaron al instituto Masculino, que dejé con dieciséis años porque no me gustaba estudiar, por lo que mis padres me enviaron como interno al colegio Luis Vives, en Pontedeume, donde como mucha disciplina y dedicación conseguí terminar el bachiller.

Al terminarlo, comencé a practicar judo con mi amigo de estudios Miguel Villa con el objetivo de obtener el cinturón negro, para lo que contamos con la ayuda de Bernardo Romay, quien ya era todo un campeón y nos dio clases que luego me valieron para ayudarle en los cursos que daba en los Dominicos y luego en el Judo Club Coruña.

Finalmente conseguí el cinturón negro en 1975 después de mucho practicar, al tiempo que preparaba unas oposiciones para entrar en el Observatorio, aunque antes de presentarme me ofrecieron entrar en la refinería, donde trabajé a turnos, lo que me permitió estudiar por la noche Relaciones Laborales y Ciencias del Trabajo, además de un máster en la Universidad Pontificia.

Fui además uno los primeros titulados en Prevención de Riesgos Laborales y di clases de esta especialidad en la Universidad Politécnica de Madrid durante cinco años, periodo en el que terminé Derecho, por lo que pude recuperar el tiempo que perdí en mis primeros años de estudio. Finalmente me jubilé en la refinería y ahora sigo practicando el judo y me preparo en la técnica del jiu-jitsu para lograr el cinturón negro en taido, un arte marcial de los antiguos samuráis. Estoy casado con Casilda, nacida en Vilaboa y a quien conocí en la discoteca Brothers, con quien tengo una hija llamada Noelia que ya nos dio dos nietas, Laura y Ana.

Mis amigos de la infancia fueron Darío Zas, Chus, Nes, Vitín, Veri, Couso, Domingo y Camilo, con quienes jugaba en los campos del Observatorio, Peruleiro, San Pedro de Visma y las Casas de Franco. Recuerdo que hacíamos grandes batallas contra pandillas de otros barrios que siempre terminaban sin ganadores pero con muchos cardenales en todos los participantes.

También jugábamos mucho al fútbol, que a mí me gustaba mucho, por lo que entré en el Sporting Ciudad, en el que estuve solo dos años porque los estudios no me dejaban tiempo. Para nosotros ir al cine era lo máximo, al principio en los España, Doré, Rex, Equitativa, Gaiteira, Monelos y Hércules. En ese último siempre cogíamos entradas de gallinero, ya que si la película era mala podíamos armar un follón y cabrear al acomodador, el popular Chousa.

Cuando empezamos a bajar al centro fuimos a los cines de estreno, aunque en el Rosalía de Castro también íbamos al gallinero, ya que era la única sala del centro que tenía una entrada tan barata porque los asientos eran bancos de madera sin respaldos en los que se podía fumar y a los que el acomodador ni subía, por lo que para sentarnos teníamos que alumbrar con un mechero.

Mientras estudiaba en San Andrés laté muchas veces para ir a la sala de recreativos El Cerebro, donde jugaba al futbolín, el billar o las máquinas de pinball. En verano nos íbamos a Riazor a la zona donde estaban las lanchas de los pescadores y a las rocas de las Esclavas, aunque también llegábamos a la playa de O Portiño, donde en Semana Santa cogíamos erizos y nos dábamos el primer baño del año.

También solíamos ir a los arenales del Lazareto y Santa Cristina, tanto andando como enganchados en el tren de mercancías que salía del puerto y llevaba los vagones hasta la Estación del Norte, aunque en sus maniobras casi llegaba hasta el Lazareto. Lo malo de esta playa es que muchas veces teníamos que esperar a que marcharan los niños de las colonias del Sanatorio de Oza para que dejaran pasar a la gente.