Nací en Santa Cruz, en el municipio de Oleiros, aunque al poco tiempo de nacer mis padres, Manuel y Dolores, vinieron a la ciudad para instalarse en la calle Bellavista también con mis hermanos Tomás y Secundino. Mi padre fue muy conocido en la zona de O Burgo porque trabajó con una lancha con la que recogía arena de la ría que luego se usaba en las construcciones oficiales después de lavarla con agua dulce para quitarle el salitre. Años después compró una lancha de pasajeros llamada Manolete con la que en verano llevaba gente a Santa Cristina y Santa Cruz. Finalmente se dedicó a la construcción y reparación de carreteras hasta que se jubiló.

Estuvimos viviendo en Bellavista hasta que cumplí los quince años, momento en el que nos trasladamos a la calle Fátima. A esa edad entré en los Maristas, donde hice el bachiller superior, tras lo que hice la carrera de Magisterio y luego la de Pedagogía en Madrid. Hasta que me inicié en la docencia, mi primer trabajo fue en la fábrica de azulejos del señor Eleodoro en la calle Bellavista. Este hombre se hizo luego muy conocido por ser el inventor de un aditivo químico para los coches a base de toxo llamado Sol Fuerza. Luego estuve trabajando en la enseñanza pública en el colegio de Ramón del Cueto y años después pasé a la privada como logopeda hasta mi jubilación.

Tengo que destacar la gran cantidad de amigos que tuve en la pandilla de la que formé parte desde mi infancia hasta que empecé a trabajar, en la que estaban Manolito, José Antonio, Fachal, los hermanos Mata y Vilaboa, David, Paco, José Ramón, Veloso, Julio, Rosita, Nena, Manolita la del fabriquín y Carmela, con quienes pasé muy buenos años. Jugábamos tanto en nuestra calle como en los alrededores, que todavía estaban a monte, así como en la zona del Observatorio y en la parte de abajo del paseo de los Puentes, donde estaban los eucaliptos de la finca de Mariño, que casi llegaban hasta Bellavista.

Los domingos eran nuestros días preferidos porque si nos daban la paga en casa íbamos a cualquier cine de barrio, entre los que nuestros preferidos eran los Doré, España, Finisterre, Santa Margarita, Monelos y Gaiteira, ya que eran los más baratos en las sesiones infantiles, en las que siempre había que hacer cola para sacar las entradas por la cantidad de chavales que íbamos. También cambiábamos tebeos para pasarnos las tardes leyendo sus aventuras, que luego revivíamos organizando batallitas contra otras pandillas del barrio.

A veces íbamos a jugar a los futbolines y en verano nos enganchábamos en el tranvía de Riazor para ir a esa playa y en el Siboney para ir a las de As Xubias y Santa Cristina, aunque después comenzamos a hacerlo en la lancha de mi padre, que salía de la dársena de la Marina y que casi siempre iba abarrotada de gente.

A partir de los quince años empezamos a bajar al centro a pasear por los Cantones y la calle Real, así como a ir al cine, especialmente al Coruña, ya que tenía una gran pantalla. En invierno esperábamos los unos por los otros en los soportales del cine Avenida, donde también se citaban muchos coruñeses en aquellos años. Recuerdo que en esa sala los acomodadores iban con guantes blancos y linterna.

Cuando íbamos al estadio de Riazor, nos colábamos escalando el antiguo muro de piedra que cerraba la parte donde estaba el marcador, cuyos números cambiaba un señor que se sentaba allí y que cuando nos veía nos echaba la bronca, aunque nosotros pasábamos y nos quedábamos en esa misma zona viendo el partido sin ningún problema.

Me casé con la madrileña Isabel Pérez, con quien tengo dos hijos, María e Iván, y cinco nietos: Lía, Lu, Tiago, Ela e Izan.