Con frecuencia, se han afirmado dos cosas sobre la Sinfónica de Galicia: una, que la agrupación instrumental se agiganta ante los grandes retos; y, dos, que su director, Dima Slobodeniouk, se engrandece ante el repertorio ruso. A tenor de lo escuchado en este concierto, ambas afirmaciones son ciertas. Porque este acto musical fue grande, muy grande. La orquesta estuvo soberbia, individual y colectivamente, conducida por un director en estado de gracia con un repertorio que le conviene de manera especial. Ha sido una noche inolvidable y la unánime aclamación final ha hecho justicia. Cierto que la sinfonía Leningrado es impresionante, sobrecogedora, con un orgánico de más de cien instrumentistas; se trata seguramente de una de las obras maestras del pasado siglo. No es posible mencionar a todos los profesores que tuvieron intervenciones como solistas; pero permítaseme hacer mención de un músico, Alejandro Salgueiro, que, debido al peculiar instrumento que toca, no suele tener muchas oportunidades de ser destacado. Un instrumento con el que Shostakovich, mediante los sobrecogedores graves que el contrafagot es capaz de producir, dio voz con toda probabilidad a la ominosa figura de Stalin, el responsable de que, durante un tiempo, el compositor durmiese vestido y con la maleta tras la puerta por si era detenido de noche. En cuanto al concierto para fagot, que abrió el acto musical, es una obra de lenguaje moderno y asequible que gustó, tal vez sin excesivo entusiasmo; este -el entusiasmo- quedó reservado a la actuación de Harriswangler que recibió impresionantes muestras de aprecio, agradecidas por él con gestos elocuentes y un bis.