El espléndido concierto del pasado domingo suscita dos reflexiones que juzgo de interés. La primera, sobre la denominación de las agrupaciones de instrumentos de aliento; y la segunda, acerca de la colaboración entre instituciones de la ciudad. Sobre el primer punto, creo que se ha abusado y se sigue abusando de la denominación "banda sinfónica" para cualquier colectivo formado por instrumentos de viento y percusión, sea cual fuere su dimensión y calidad, por el simple hecho de disponer de un par de violonchelos y otros tantos contrabajos. Y, en segundo lugar, en cuanto a la colaboración entre instituciones ciudadanas, aunque el asunto no es nuevo, nunca se había hecho de una manera tan intensa y abarcando tan diferentes aspectos de la actividad artística (no sólo musical) de la ciudad. Abundando en lo primero, creo que lo que define a una banda sinfónica es el repertorio que es capaz de abordar. Como ejemplo, el concierto del domingo con una página sinfónica de envergadura, la suite de El pájaro de fuego, en muy estimable transcripción del músico estadounidense, Randy A. Earle; y una sinfonía de espectaculares dimensiones, escrita para Banda por Johan de Meij, sobre la llamada Gran Manzana, de Nueva York. Aunque esta partitura, que parece inscribirse en la estética "minimalista" (con exasperantes repeticiones), no despertó el gran entusiasmo que provocó la excepcional versión de la obra maestra de Stravinsky, mereció no obstante un soberbio bis: Joropo venezolano, en transcripción de De Meij. Respecto de la colaboración de los conservatorios coruñeses, baste decir que el éxito alcanzado mediante esta fructífera simbiosis invita a repetir la experiencia.