Cuando salió a escena para ponerse ante el piano, nos acometió una vaga e inquietante sensación de déjâ vu. Sin llegar a parecerse del todo, Vladimir Mogilevsky nos recordaba a Grigori Sokolov por su corpulencia, una cierta cargazón de espaldas, su modo de entrar y salir a escena con ligera torpeza y, acaso sobre todo, por su generosidad al plantear un largo concierto que, también uno y otro, prolongaron de modo insólito. Hasta cinco bises, de diversos colores y procedencias, ofreció Mogilevski tras concluir el programa previsto (por cierto, previsto menos el último preludio de Rachmaninov que no fue el anunciado Opus 3 número 2 en Do sostenido menor). Solo faltó un encore para igualar a los seis que tocó Sokolov en este mismo teatro en mayo de 2006 dentro de uno de aquellos maravillosos -¡ay!- Festivales Mozart. Mogilevski es un pianista con unas dotes absolutamente excepcionales; capaz de realizar las más límpidas escalas y arpegios, de un trino perfecto, de una refinada regulación dinámica, de un toque único para producir sonoridades cristalinas en los tiples del piano (no recuerdo haber oído sonar así este mismo instrumento), y de unas ornamentaciones tan perfectas; pero es verdad que, junto a estos valores, el pianista ruso, con su peculiar concepto del tempo (bruscas aceleraciones y paradas y unas velocidades casi circenses), puede obtener resultados que dejen mucho que desear como, por ejemplo, las caóticas versiones de la Polonesa en Fa sostenido menor, opus 44, de Chopin, y del Preludio en Sol menor, opus 23/5, de Rachamaninov. Si Vladimir Mogilevsky, que es todavía un hombre joven, alcanza a serenar y controlar ese temperamento explosivo y un punto desequilibrado del que a veces hace gala, puede llegar a a ser uno de los intérpretes de referencia en el pianismo mundial.