Nací y me crié en la calle Ángel Rebollo con mis padres, Domingo y Balbina, naturales de Mugardos y Aranga respectivamente, quienes se conocieron aquí porque él era marinero y ella vendedora de pescado en el mercado de San Agustín. Al casarse abrieron una pequeña chatarrería en la que trabajaron ambos.

Mi primer colegio fue el Cervantes, en la avenida de Hércules, del que pasé al cabo de dos años al Saldaña, en la calle Panaderas, donde estudié hasta los diez años. Como me gustaba más jugar que estudiar, después de terminar los estudios primarios me enviaron a la Escuela del Trabajo, donde con mis amigos Pardiñas, el Chato y Óscar Medín hice los estudios de mecánico tornero. Recuerdo que el día que aprobamos el examen, Pardiñas nos invitó a celebrarlo en el bar que regentaba su padre, El Cisne, donde por primera vez tomé unas copas de coñac que me hizo coger media cogorza.

Cuando yo tenía 16 años, mi padre falleció, por lo que no tuve más remedio que ayudar a mi madre en la ferranchina, en la que trabajé toda mi vida que años más tarde se trasladó a las cercanías de la Torre de Hércules y fue conocida como la de Balbina, donde en aquella época se compraba de todo, como trapos, huesos, goma y cartones, además de chatarra. Me casé con Gloria Lorenzo, a quien conocí en la sala de baile El Moderno, en Sada, y con quien tengo dos hijos y tres nietos.

Mi primer pandilla estuvo formada por amigos del barrio, como Cagarruta, Cholo, Torella, Julio, Pachuli, los hermanos Facal, Nardo, Kubalita, Moncho, Rogelio, Finita, Mundito o los hermanos Longueira, que pasaban las vacaciones escolares en casa de su tía Milita y de su abuela Emilia, que vendía pescado en la plaza de Lugo. Jugábamos en lugares como antigua fábrica de gafas de la calle Ángel Rebollo, la de pieles, el campo de la Luna, el corralón de Ramón del Cueto y el Campo de Marte, donde estaba entonces la fábrica de armas dentro de lo que hoy es el colegio Curros Enríquez.

Casi siempre jugábamos a la pelota, que hacíamos con cualquier cosa, como trapos o papeles que forrábamos con cuerdas viejas, ya que tener un balón era todo un lujo. Uno de los lugares en los que nos reuníamos era la escalinata de Adelaida Muro, frente al bar de Suso y Antonia, donde nos encontrábamos con amigos de esa calle, como los hermanos Castellano y Eduardo Lamas.

Nos gustaba hacer carreras con los carritos de madera con ruedas de acero por las cuestas del barrio, como la del Matadero y la calle Arzobispo Gelmírez, aunque en esa siempre teníamos problemas con el señor del clavelito por el ruido que hacíamos y porque no le gustaban los niños, por lo que nosotros nos metíamos con él y le cantábamos la canción Clavelitos. Lo pasábamos fenomenal en las fiestas de nuestra calle, que eran organizadas por los hermanos Pibela, quienes repartían hielo en un carro tirado por un caballo que se paraba él solo delante de los bares y carnicerías en los que dejaban el hielo.

Carnavales

En carnavales nos disfrazábamos de choqueiros o seguía sin que se enterara a mi padre, que se vestía de sereno, aunque solo por la avenida de Hércules y la calle de la Torre, ya que si intentaba llegar al centro la policía le echaba una buena bronca. En verano íbamos a bañarnos a las playas del Orzán, San Amaro y el Matadero, aunque en esa última el mar a veces se volvía rojo por la sangre que vertían los días que había matanza. Yo pude ver una de ellas cuando mi tío Ramón vino andando desde Aranga con otros vecinos de la zona para vender ganado y entré con él al Matadero para ver como trabajaban allí.

Cuando venían los trasatlánticos Begoña y Montserrat, bajábamos al puerto para comprar cajetillas de tabaco y luego revenderlas para ganar unas pesetas. Con lo poco que obteníamos, íbamos a bailes como La Granja, el Circo de Artesanos, el Saratoga o La Perla, de Mera.