Nací en la plaza de Santa Catalina, en la casa situada encima de la fábrica de paraguas, donde viví con mis padres, Antonio y María del Carmen, y mis hermanos Antonio, Francisco Javier y Luis. Mi padre fue muy conocido en la ciudad por haber sido concejal y diputado provincial durante la Alcaldía de Alfonso Molina, por lo que el Ayuntamiento dio su nombre a una calle.

Cuando aún era un niño, mi familia se trasladó a la avenida de la Marina, enfrente del teatro Colón, donde viví hasta que me independicé. Pero seguí yendo a jugar a Santa Catalina, ya que mis abuelos vivían allí. Me fascinaba la estatua de Neptuno de esa plaza, en la que paraban los autobuses que venían de los pueblos y había muchos bares y casas de comidas. Había mucho ambiente, ya que por allí pasaban titiriteros, videntes y los gitanos con la cabra.

Empecé a estudiar en los Salesianos, donde tuve como amigos a mis primos los Mengotti, José Manuel Liaño, Manuel Ameijeiras, José Luis Borrallo, José Luis Balsa, Ulpiano Guitián y Luis Ayala, con quienes me sigo viendo hoy en día. Recuerdo que los sábados salíamos de las charlas que nos daban en el colegio y muchas veces íbamos a los cines Hércules y Rosalía de Castro, siempre a las localidades de gallinero, donde había un gran ambiente. También me acuerdo de cuando íbamos a Riazor a ver al Deportivo en la época en la que jugaban Amancio, Veloso y Jaime Blanco, que fue una era dorada par el club, y de las carreras de motos y sidecares que se hacían en los Cantones.

En nuestra juventud fuimos a los bailes más conocidos, como La Granja, Finisterre, la Parrilla, el Circo de Artesanos, El Seijal y el Leirón del Casino, donde vimos las actuaciones de los cantantes más famosos del momento, como Miguel Ríos, Los Tres Sudamericanos, Raphael y Antonio Machín. Uno de mis recuerdos de aquellos años es el incendio del teatro Colón, ya que las llamas que salían del edificio me parecían espectaculares, así como el trabajo de los bomberos con aquel camión antiguo Renault que ya no daba para más. Las colas que se hacían para comprar entradas para los estrenos de ese cine, que yo veía desde mi casa, eran inmensas.

Fue en esa época en la que comenzó mi afición por el cine, que me hacía no perderme ningún estreno en las salas más importantes de la ciudad, aunque también iba a las de barrio como Monelos, Doré, Gaiteira, Finisterre y España. Durante mis estudios universitarios el cine que más me impresionó fue el Riazor, donde vi los estrenos Grand Prix y Doctor Zhivago. Esta afición me llevó muchos años después a visitar la tumba de la mítica Marilyn Monroe en la ciudad de Los Ángeles.

Hice la carrera de Medicina en Santiago y luego la especialidad de Medicina Interna en Barcelona, donde también hice el doctorado y trabajé durante una década hasta que en 1982 regresé a la ciudad para incorporarme al hospital Juan Canalejo como jefe de Medicina Interna, especialidad que dirigí hasta 2016, aunque en la actualidad sigo ejerciendo de forma privada.

Mi otra gran afición al margen del cine es la lectura, que me hizo reunir más de 40.000 libros que tuve que donar a la biblioteca de la Diputación por el enorme espacio que ocupaban. Comencé a leer como todos los chavales, con los tebeos de El Guerrero del Antifaz, F.B.I. y Roberto Alcázar y Pedrín, que compraba en el quiosco de doña Paca, situado frente a la Junta de Obras del Puerto, donde también estaban las palilleras que hacían encaje. También compré novelitas pulga de Jardiel Poncela y Álvaro de la Iglesia en Saldos Arias y posteriormente acudía con mucha frecuencia a las librerías Arenas, Ágora -regentada por Manuel y Serafín, compañeros míos en Salesianos-, Molist y La Poesía, que tenía libros antiguos y todo tipo de revistas extranjeras.