Cuando Rhodes, en un castellano más o menos inteligible, dijo que adoraba a A Coruña y además añadió que le gustaba más que Santiago, comprendí que, aparte de un innegable talento, un poco asilvestrado, Rhodes iba a establecer la complicidad con el público más con el uso de la palabra que con la ejecución misma de las obras. Obras que, por otra parte, parecen un mero pretexto para realizar una actuación personal ya que no se identifican mediante un programa de mano, ni siquiera con una simple hoja informativa. Habla el intérprete sobre ellas (para quienes entiendan la lengua inglesa, claro) y ello parece más que suficiente. El acto musical está concebido a la mayor gloria de James Rhodes cuyo nombre y apellido aparece, en gruesos caracteres, proyectado sobre una pantalla a modo de telón de fondo durante todo el concierto. Pero Rhodes ha conquistado el favor de los medios de comunicación social y ello significa un teatro abarrotado (localidades agotadas) y un entusiasmo desbordado por parte del público. En cuanto a lo estrictamente artístico, hubo de todo: en el lado positivo, algunas bellas sonoridades en los tiples del piano para traducir una transcripción de la Danza de los espíritus celestes, de Orfeo, de Gluck e incluso la expresiva y efectista forma con que tocó otra transcripción: En la caverna del rey de la montaña, de Peer Gynt, de Grieg; ambas piezas ofrecidas fuera de programa. En esta última, como en muchos otros momentos del concierto (por ejemplo, en la Sonata nº 15 en Re mayor, opus 28, "Pastoral", de Beethoven), pudieron advertirse notables desigualdades en el tiempo que llegan a desnaturalizar la estructura de algunas obras. Tampoco la utilización del pedal pareció demasiado eficiente. Y, con carácter general, en las piezas que exigen alta velocidad y digitación dificultosa, la expresión nítida, limpia no es lo que predomina en la ejecución de James Rhodes.