Nací en la calle San Luis, donde me crié hasta los ocho años con mis padres, Edmundo y Amelia, y mis hermanos Teresa, Ángel, María José y Manolo. Mi padre trabajó en la construcción como carpintero y mi madre atendiendo varias casas de la ciudad, aunque al ir teniendo a los hijos tuvo que dejar de trabajar.

Mi primer colegio fue el Concepción Arenal, en el que estuve hasta los nueve años y donde tuve de compañeros a César, Lolo y José. Tengo buenos recuerdos de ese centro por lo bien que lo pasaba en el recreo, en el que además de jugar al balón nos daban un vaso de leche con un bollo que nos sabía a gloria, por lo que alguna vez cogíamos uno de más que nos guardábamos en el bolsillo para comerlo al salir de clase. Lo malo del colegio era los golpes que nos daban en las manos por armar jaleo y no saber las lecciones.

De ahí pasé a la academia Vidal en la calle de la Paz, a cuyo director, don Rafael, llamábamos don Palillo. Tenía fama de ser muy autoritario y exigente, ya que se portaba como un militar con los alumnos. Me mandaron a ese centro, en el que estuve hasta los 14 años, porque nos mudamos a la calle San Jaime cuando se inauguraron las casas de la Sagrada Familia.

Mi pandilla en esos años estuvo formada por Luciano, Venancio, Quico, Lalo, Luis, Manolo, Chuca, Cheli, Carlos, Toceda, Chema, Amalia e Isabel, quien años después se convirtió en mi mujer, con quien tengo una hija llamada Davinia que ya nos dio dos nietos: José Manuel y Antonio José.

A partir de los doce años comenzamos a ir a todas las fiestas de los barrios, ya que empezábamos con las de la avenida de Hércules en mayo y terminábamos en octubre con las del Rosario en la Ciudad Vieja, aunque también íbamos a las de Carballo, Arteixo y Betanzos. Los días de fiesta bajábamos a los cines o a gastar las pocas pesetas que teníamos en la sala de juegos El Cerebro y en la Bolera Americana, aunque también recorríamos la llamada senda de los elefantes por las calles de los vinos, que empezábamos en el Victoria, en la calle de los Olmos, y terminábamos en el Priorato, en la de la Franja.

Para poder ir al cine muchas veces buscábamos botellas vacías o chatarra, a la que se llamaba pitada, que llevábamos a vender para luego repartirnos el dinero. Los cines que más nos gustaban eran el Doré, España, Finisterre, Ideal Cinema y Monelos, que eran de barrio y los más baratos, mientras que en el centro íbamos a la parte de abajo del Kiosko Alfonso y al Rosalía de Castro, que también tenía entradas de gallinero.

Empecé a jugar al fútbol en los infantiles del equipo de la Sagrada Familia y en el Unión Sportiva de Santa Lucía, en los que jugué hasta los catorce años, ya que luego formé con los amigos de mi pandilla la Peña Sánchez, con la que jugué contra otras peñas de nuestro barrio hasta que me casé a los veintiséis años. Luego fui delegado del Imperátor, en el que ahora llevo esa responsabilidad en el equipo de veteranos, y también soy socio de la peña deportivista Lukas. Tanto en mi pandilla como en el mundo del fútbol se me conoció como el Peque, ya que tardé mucho en dar el estirón y en mi juventud al lado de todos mis amigos parecía tener menos edad que ellos.

A los catorce años me puse a trabajar para ayudar en casa y lo hice en Manufacturas Izquierdo, en la calle Pontejos, donde estuve dos años de aprendiz. Luego fui pintor durante tres años hasta que pasé a la empresa de mi padre, Huarte, donde él era encargado. Después de hacer la mili en Madrid seguí trabajando bastantes años con mi padre, aunque luego estuve en la central térmica de Meirama y terminé mi vida laboral en una empresa de servicios de limpieza.

Testimonio recogido por Luis Longueira