A Monte no le gusta el colegio. Ni dibujar dentro de los márgenes. Cuando camina por la calle, siente la mirada de las nubes desde el cielo. Sueña con palacios, con ceras azules y con una realidad en la que nada esté encorsetado. Pero la vida le empuja, como decía Ibáñez, como un aullido que nunca termina, y que le lleva a la edad adulta con todas sus satisfacciones y desengaños.

Su historia es la misma de muchos niños de los 70 y los 80, que crecieron en una España que Pérez Zúñiga refleja en la Granada a la que da por llamar, como su último libro, Escarcha. En los silencios congelados de la Transición, tras una dictadura que dejó bandos a día de hoy aún irreconciliables, el escritor narra los años en los que "nos bastaba la tristeza" porque "de ella nacían los monstruos", y las migas de pan perdidas que se quedan entre la infancia y la madurez. Las reflexiones que despertaron en él ambas paradas las compartirá esta tarde a las 20.00 horas en la Fundación Seoane, donde hablará dentro del ciclo Somos o que lemos.

Asegura que hasta ahora no estaba listo para afrontar esta historia, ¿qué ha cambiado?

La distancia suficiente como para comprender el pasado. Esta novela está muy basada en el aprendizaje de los 70 y los 80, que pasa por la educación, las relaciones con los demás, el colegio? Para aquilatar esa experiencia tenían que pasar muchos años, además de para sacar de ello algo que no sirviera solo para revivir.

Escarcha describe un periodo congelado tras el paso de la dictadura, pero también uno en el que a usted le estaban sucediendo todos los cambios.

Absolutamente. Una de las cosas que quería reflejar en esta novela era precisamente esa España que venía del franquismo. Estaba llena de los valores de aquella época, junto con cierta gente que quería reformar el país. Los niños a los que nos llegaban de un lado y de otro valores tan distintos teníamos un caos.

¿Era difícil encontrarse a uno mismo?

Yo creo que mi generación tuvo que hacerse a sí misma puliendo ideas que venían de lugares muy diferentes. Cuando nos encontrábamos con identidades tan fuertes entre las que había que elegir, apenas te quedaba hueco para ti. Para ser tú mismo, hay un momento en el que lo tienes que arrojar todo al río para tener tu propia visión de las cosas. Es la identidad propia que se enfrenta a la recibida, uno de los grandes temas de la novela.

Otro es el abandono de la infancia. ¿Qué significó crecer para usted?

[Lo piensa] Crecer para mí fue enfrentarme a un mundo rarísimo. No comprendía sus códigos y, sobre todo, por qué no era mejor pudiendo serlo. Yo era uno de esos niños sensibles, y veía muchas cosas que no entendía, como los conflictos. Crecer me supuso rozar contra toda esa parte negativa y aceptar que el mundo era ciego y egoísta.

Monte, su protagonista, se encuentra con muchos desengaños hacia la madurez. Suena a que a usted también le desencantó rápido la vida.

Yo me desencanté de la vida y luego me volví a encantar [risas], porque seguía permaneciendo aquello que sí me gustaba, como el amor. Empecé a ver la vida de otra forma desde los 14 años, y mi propia visión descartó otras.

En la literatura, ¿uno también se desencanta?

Como en todas partes. El desengaño en el mundo literario de hoy es que se ha buscado más la venta por encima de la calidad, en lugar de impulsar la calidad como mecanismo de ventas. Pero yo creo mucho en la literatura. En la lectura, que es una máquina del tiempo, y en la escritura, porque nos conocemos a través de las ficciones que creamos.

La suya repasa esta vez la Transición. Se dice ahora que nunca hemos salido de ella.

Lo que ha pasado es que ha dejado heridas abiertas, y no ha construido una sociedad con suficiente madurez democrática. Que Franco no esté en un templo es una cosa muy lógica en una sociedad madura, pero en la nuestra no. Además, temas relacionados con la Guerra Civil están todavía en campaña, y eso no es normal.

¿Queda camino para la reconciliación, entonces?

Sí, porque en la clase política hay una gran inmadurez. Para gobernar, los políticos apelan constantemente a los sentimientos colectivos, como en la juventud, que es una época de emociones continuas. En ese sentido, la política española aún está en la adolescencia.