En el mes de enero 1979, el BOE publica la convocatoria de elecciones municipales para el 3 de abril. Otro paso trascendente para recuperar la democracia, la libertad y los derechos de la ciudadanía, devolviendo la posibilidad tanto de elegir como de ser elegibles en el ámbito municipal.

En la incipiente democracia hacía eclosión una situación distinta. Tras décadas de instituciones arcaicas, opacas, secuestradas por intereses concretos, con escasa capacidad gestora y un nulo compromiso con el futuro, una oleada de ilusión, de savia nueva y de ansias de algo distinto abrió sus vetustas puertas y ventanas para regenerarlas y purificarlas con el oxígeno de la libertad, y el ansia de recuperar políticas que tenían su fines groseramente alterados.

Dirigentes bisoños en la gestión pública irrumpieron en la vida local. Avalados por una vocación política forjada en el movimiento ciudadano, en el sindicalismo, en la militancia clandestina, o simplemente atraídos por la convocatoria apasionante de un nuevo modelo de administración local. Engrosaron las primeras listas electorales municipales de la democracia. Lo hicieron ante la estupefacción y mirada agria de los representantes del viejo régimen y las elites locales más conservadoras. Más si cabe cuando tras los resultados de los comicios conformaron mayorías progresistas para administrar el cambio democrático local.

Fueron cuatro años plenos de ilusión. De esperanza. De apasionante ejercicio de la democracia y de la participación popular en la gestión de sus propios intereses. Recuperando la casa consistorial como casa común de los vecinos. Los ayuntamientos fueron a la vez escuelas de ciudadanía y piedras angulares de la transformación de una fisionomía urbana anquilosada, elementos indispensables para acelerar la democratización del conjunto del país.

Todo logrado en momentos en que el ejercicio de la política aún no estaba despojado de una poderosa carga de candor y romanticismo cívico. Algo que se reflejaba en una campaña electoral poco reconocible en el momento actual, aderezada con altos componentes de espontaneidad, voluntarismo y presencia en la vía publica.

Calles tomadas por ruidosas caravanas, poco cuidadosas en sus decibelios. Con los vehículos de los candidatos y la militancia de las formaciones políticas formando los cortejos callejeros. Los mismos que de forma afanosa un día y otro realizaban pegadas constantes de carteles en la primera pared que se pusiera a tiro. Intenso puerta a puerta. Mesas informativas aleatoriamente distribuidas por la ciudad, con porfiado reparto de propaganda. Y todo ello dentro de severas dificultades económicas? Imprentas habría que podrían dar fe de ello. La imaginación y lo artesanal suplían lo que no permitía la economía.

El cuatrienio de lo que se dio en llamar "las corporaciones democráticas" cabe definirlo a la par que por un compromiso altruista, por el ansia por escuchar todos los latidos de la ciudad y que estos tuvieran reflejo en la vida oficial de la misma. Un periodo que se produce con una ejemplar honestidad, austeridad, morigeración en los gastos y un esfuerzo denodado para enjugar de las grandes deudas heredadas. La transparencia en la gestión era tónica general.

Es un periodo en general caracterizado por una exquisita pulcritud en el manejo del erario público, y por la participación vecinal. También es un tiempo en que las corporaciones locales fueron puntas de lanza de libertad y caja de resonancia de múltiples temas. Y aun siendo formalmente algunos ajenos a su responsabilidad, era indispensable su tratamiento en aras de construir nuevos espacios de convivencia, ante la renuencia habida en otras instancias.

Cuarenta años más tarde las corporaciones democráticas siguen siendo un elemento interesante en el patrimonio colectivo de la democracia española.