Lo primero que Alfonso Abelenda le dijo a su hijo al entrar en la revista La Codorniz fue una advertencia sobre la comedia. "El humor es algo serio. Hay que tomarse las cosas con seriedad para verles el lado divertido", señaló el pintor en aquella redacción, que su descendiente recuerda oscura y silenciosa. Eran los años de la posguerra, en un Madrid que se había vuelto sombrío por el franquismo y agobiante por la censura. Los humoristas gráficos jugaban en él a sortear los reproches del régimen, un arte en el que había pocos como Abelenda, que aprendió temprano a hacer reveses con la irreverencia que trasladaría luego a sus pinturas.

El tono ácido de sus viñetas, realizadas de los 60 a los 80 para publicaciones como Don Juan y Cambio 16, son las que reciben ahora a los visitantes de Yo, Abelenda, la nueva exposición con la que Afundación rinde homenaje a la trayectoria del coruñés hasta el 8 de junio. Ayer, en la inauguración de las 117 ilustraciones y óleos que la integran, todo estaba rodeado por la nostalgia. Sonaban verbos en pasado para un hombre que había preparado el acto durante el otoño, sin imaginar que, llegado el día, ya no estaría para asistir a él.Una infección, surgida tras una operación de peritonitis, despedía el pasado 21 de marzo al coruñés, que fallecía dejando tras de sí un legado de más de 70 años de carrera.

"Era una exposición muy importante para mi padre. Aunque no la ha podido ver, se ha reflejado muy bien la ilusión que tenía", dijo su hijo, Alfonso Abelenda, durante la presentación de la exposición. Su comisaria, Valle García, ha querido hacer en ella "un recorrido por los temas de su pintura", que muestre además al hombre original, divertido y apasionado que se escondía tras las paletas. Más serio, con una expresión serena, se veía el propio Abelenda en sus obras, en las que aparece en múltiples ocasiones a lo largo de la exhibición.

Precisamente de un autorretrato, realizado en la adolescencia, parte la muestra, que incluye en sus primeros tramos rostros de artistas como Velázquez e imágenes de su hijo. "Aquí tengo cara de sueño y un poco de intoxicación por el aguarrás", señalaba Abelenda frente a una de esas instantáneas de su infancia, en la que su padre lo plasmó envuelto en un pesado abrigo color canario. Con su protagonismo compite la presencia de las Meninas en todos sus estilos, y del perro del artista barroco, otra de sus obsesiones. Es un legado del tiempo que el coruñés pasó estudiando arquitectura en la capital, donde se pasaba horas pintando en el Museo del Prado.

"Retocaba las pinturas siempre cuando acababa. Iba al día siguiente, las miraba media hora y de repente ponía una mancha. Decía que un cuadro nunca terminaba de hacerse", recuerda su hijo. En su juventud, le observó cientos de veces en el taller, creando pigmentos a base de limaduras de hierro y cobre o insultando frustrado a sus obras. Aquellas escenas de trabajo las capturó también el propio Abelenda en una serie sobre su taller, que muestra herramientas y un autorretrato de su cadáver, junto a bodegones, piezas eróticas, los toreros que ocupaban las tertulias de las que se hizo asiduo en el Café Gijón, y los paisajes de O Parrote y la Marina, que hacía y deshacía a su antojo.

Desde la Ciudad Vieja en la que residía, los paseos al borde del mar eran inevitables. Abelenda aprendió a apreciarlos de la mano de su padre, que le llevaba de caminata por la zona durante su infancia, y los pasó por el tamiz de su inventiva para pintarlos con perspectivas que solo existían en su mente. "Inventar la geografía de A Coruña a través de su geografía mental es algo que hacía mucho. A veces parecía que estaba construyendo y deconstruyendo", asegura su hijo, para el que la obra más especial es quizá una de las que pase más desapercibida. Se refiere a un cuadro de los años 90, en el que se refleja un partido de rugby con la camiseta de los Evergreens que su padre le regaló tras viajar a Estados Unidos. Además de la pintura, el deporte era otra de las pasiones del coruñés, que fue campeón de España de los 110 metros vallas.

Sus zapatillas de correr, y el balón que utilizaba en los partidos son recuerdos de ese lado que se aleja del artista y se acerca a la persona, y que en la exposición alcanza incluso la niñez. Escondida bajo el cristal de una vitrina, la muestra ofrece restos de su infancia, como una carta a los Reyes Magos en la que un Abelenda de 8 años pide un revólver, unas rodilleras y un sinfín de cuentos. Más tarde, llegarían peticiones de pinturas y pinceles, que no soltaría hasta el final de su vida. Afundación conserva su último cuadro, una escena de líneas geométricas, precisas a pesar de haber perdido visión, en la que hace un guiño final a la ciudad que siempre se guardó en el alma.