Desde que se metió en la piel de Paloma en Las chicas de la Cruz Roja, y se convirtió, micrófono en mano, en la chica ye-yé de Historias de la televisión, Concha Velasco ha hecho gala de un talento camaleónico, que pasea desde hace más de 60 años hasta por los más jóvenes formatos. Recién grabada la última temporada para Netflix de Las chicas del cable, y galardonada hace unas semanas con el Premio Max de Honor, la actriz acomete estos meses y hasta 2021 la última obra de su hijo Manuel Marsó, El funeral, en la que interpreta a una gran artista española en su velatorio. Con la pieza estará mañana en el Teatro Rosalía (20.30 horas), donde saldará la deuda que dejaba el pasado septiembre su cancelación en la ciudad a causa de una neumonía.

Parece esta obra un modo de hacerle la burla a la muerte y a los años.

Pues sí, pero la verdad es que es muchas cosas más. Es una obra escrita por un joven para las jóvenes, y que los mayores también disfrutan muchísimo porque van a verme a mí creyendo que soy yo, que tampoco es así. Te advierto que ha sido uno de los personajes más difíciles que he interpretado en los últimos tiempos.

¿Y Reina Juana? Con ella le dieron el Premio Nacional de Teatro.

Reina Juana era maravillosa, pero dramática. Yo le pedí a mi hijo que me escribiera una cosa muy divertida y que fuera tranquila, pero como este fantasma aparece y desaparece, resulta que no es tan fácil. Tengo que tener mucho cuidado con no reírme yo.

¿Concha Velasco es de las que se ríen de sí misma?

Sí, yo me río de mí misma y ahora hay mucha coincidencia, porque se habla mucho de la risa de los funerales. No quiere decir que nos hayan copiado, porque todos nos inspiramos en algo, pero hoy se ha puesto de moda la risa con la muerte.

Me decía el año pasado su hijo que trabajar con usted era un arma de doble filo.

Claro. Yo he hecho todas sus películas, pero en esta ocasión era hacer una función grande con

actores importantes. Él no se atrevía a decirme las cosas con claridad, y yo tampoco me atrevía a llevarle la contraria. Porque yo he trabajado con los más grandes, y me gusta opinar. Pero con Manuel al principio no era posible.

¿Es muy cabezota ante una pieza nueva?

Exijo una disciplina férrea porque es lo que me han enseñado a mí. Puntualidad, sabérselo y no contarle al espectador que estás enferma. El texto lo respeto hasta el final, pero no dirijo, porque si quisiera dirigir ya lo habría hecho.

Siempre prefirió la interpretación, aunque cuando comenzó no fuese tan fácil.

Siempre ha sido difícil, pero siempre ha habido maestros magníficos. Yo me he rodeado de una gente estupenda, porque de eso se encargaba mi madre, que era una mujer muy inteligente. Pero era como ahora. El que tiene ganas vale, y el que se conforma con que le digan no… Yo no me he conformado nunca con que me dijeran que no. Yo volvía una y otra vez, porque era mi pasión.

¿Le dijeron que no muchas veces?

Me dijeron que no muchas veces, pero yo nunca me lo he creído. A mí no me gusta dar consejos a nadie, pero el único que doy es que no te conformes con que te digan que no, porque ¿qué saben los demás si tú vales? Por eso jamás voy a las audiciones, aunque sea mi empresa o mi productora. Porque para mí han sido muy duras todas las veces que me he presentado a audiciones y me han rechazado.

Luego se convirtió en la chica ye-yé y cerró bocas. ¿Qué queda de ella en la Concha de hoy?

Lo que queda es que se sigue cantando, y que hay niños que no me conocen hasta que las madres les dicen que soy “la de la chica ye-yé”. Entonces me abrazan y me quieren. La verdad es que yo estoy encantada con mi pasado. Tiene sus grises oscuros y negros, pero no me arrepiento de nada en la vida.

Hablamos de interpretación, pero en sus inicios cursó también estudios de danza clásica. Aquí vino a los 15 años con el Cuerpo de Baile de la Ópera de A Coruña.

Hice Rigoletto, porque formaba parte de la Compañía Nacional de Ópera que había en ese momento en España. Y he trabajado muchísimo en A Coruña. He hecho todas las óperas, hasta que conseguí la beca para estudiar en el London Festival Ballet, a la que no pude acceder porque a los 16 años me tuve que poner a trabajar. Pero adoro A Coruña, vuelvo encantada y feliz.

¿Incluso con el susto de la última vez?

Si. Fue un susto gordísimo, pero estas cosas siempre sirven para algo. Me he dado cuenta de que la obra que hago es maravillosa y de que tengo que cuidarme mucho más, porque no soy tan joven como pensaba. También es que cuando voy a A Coruña tengo que decir que… Llego y les digo a los compañeros: “¡Vamos a comer a este sitio! ¡Vamos a este otro!” [se ríe]. Pero este año cumpliré los 80, y ya no puedo hacer tantas cosas como quiero.

Aún así, da la impresión de que siempre se pone a prueba hasta el extremo.

La verdad es que sí. Y eso que tengo una salud frágil desde niña. Fuerte por un lado y frágil por otra, y estoy llena de roturas. Pero siempre le doy más importancia a la función que a suspender. Ya con Hécuba estuve dos años hasta que tuve una peritonitis gravísima, y me van quedando secuelas. Pero esta ha sido mi vida siempre.