"Desde el mar el castillo de San Diego era más bonito que el de San Antón", presume Olga González al recordar el lugar donde nació. Ella y cinco de sus siete hermanos se criaron y corretearon en la fortaleza y en el terreno que la rodeaba, donde se levantaba una casona destinada a los guardeses del castillo, primero su padre y antes su abuelo. Esta coruñesa, que emigró hace sesenta años a Londres, vivió allí hasta los nueve, hasta el principio de la década de los cuarenta. Su memoria pasea con facilidad por las dependencias del edificio, que se esfumó con el desarrollo del puerto en 1964 a pesar de que ya en ese momento estaba protegido como monumento nacional.

Olga González, de visita en la ciudad, describe el terreno amurallado que rodeaba el baluarte del siglo XVII y su casa, con varios accesos, donde solo entraba quien ellos dejaban que entrase. "Los cervigones" „Emilio y Ricardo Cervigón„ eran los propietarios y le pagaban a su padre, trabajador del puerto antes carabinero, treinta pesetas al mes por la supervisión de la propiedad. "Ya era guardés el papá de mi papá", explica la coruñesa, que se fue a Londres con unos 25 años pero vuelve con frecuencia a reunirse con su familia en Os Castros.

Uno de los accesos daba al Muro, por donde salían para ir a la escuela a Santa Lucía. Vivían en una casona humilde de una única planta baja rectangular, con una sola ventana y dos puertas. Una parte la usaban en verano y la otra en invierno, relata sentada en una cafetería del mirador, acompañada de su hermana pequeña, María Victoria, que ya no nació en San Diego y describe a Olga como una "enciclopedia". También está el investigador José Carlos Alonso, que localizó a la familia gracias a su trabajo para recuperar la memoria de Oza y la exposición de imágenes Flujos, que se exhibió en el Fórum pero que también se puede ver en el blog asxubiasoscastrosgaiteira.wordpress.com.

"Entrábamos como Perico por su casa", recuerda la mujer sobre sus constantes incursiones por la fortaleza, las garitas con váteres "que daban directamente a las rocas", la casa del gobernador y una capilla, presidida por una imagen de San Diego. "Al pobre San Diego" le rompieron una mano los militares cuando llegaron para inspeccionar el lugar en la Segunda Guerra Mundial. Se llevaron la llave "dos o tres años" y la devolvieron al finalizar la contienda. Cuando pudieron acceder, las zarzas invadían la construcción, que tenía dos calabozos, uno siempre cerrado y otro en el que los niños entraban a tientas, sin luz ni más compañía que "el ruido del mar".

Al castillo solo pasaba la gente que ellos permitían. Cuando se celebraban las regatas, coincidiendo con la estancia estival de Franco en la ciudad, eran los más populares. "Todos nos pedían el favor", comenta Olga, que también rememora a su padre cogiendo pulpos enormes desde las rocas que rodeaban la fortaleza e ir a ver con sus hermanos a las Catalinas, que se bañaban vestidas en la pequeña playa de las Cañas, una cala rocosa de poca arena de la que muchos coruñeses aún se acuerdan. Alonso explica que estas mujeres iban a Oza porque era más barato. Las más pudientes se hospedaban en las pensiones de la zona de San Andrés e iban a los balnearios de Riazor y las que tenían algo menos de posibles se alojaban en el entorno de la avenida de Oza y se daban chapuzones junto al castillo.

Los barcos no fondeaban en la zona pero sí tiene imagen de ellos en el Lazareto, donde hoy están los varaderos. La familia abandonó los terrenos, que ya habían sido expropiados en parte por el Estado para las incipientes infraestructuras, "en el 42 o 43". Parece que los hermanos propietarios "no se llevaban muy bien" y tuvieron disputas por la herencia. En los últimos años, dejaron de abonarle las 30 pesetas y, al final, pusieron fin a un acuerdo de décadas pero que no tenía contrato escrito, pidiendo el desalojo de la familia que veló durante años por el castillo.